Este fin de semana lo he pasado con mi amiga Silvia. Ella trabaja en Haití, pero se ha tomado unos días de descanso en su ciudad, Bologna, capital de la Emilia-Romagna italiana. Me he convertido en un experto en esa población que tiene uno de los mejores cascos medievales del mundo y a la que apodan unas veces la Rossa no solo por el color de sus tejados y paredes, sino también por ser plaza fuerte del Partito Comunista d’Italia; otras se la llama la Docta, por su universidad, la más antigua de Occidente; y otras la Gorda, por su excelente cocina. A parte de eso, he hecho un máster en mortadela, originaria de esa ciudad y que tiene denominación de origen y todo, ¡quién lo iba a pensar de un simple fiambre!
Hemos hablado mucho, Silvia y yo, de Haití y del trabajo que hace allí. No me ha contado nada nuevo: que la ayuda internacional no ha hecho prácticamente nada, que hay cientos de ONG pero mucha descoordinación, cada uno va a lo suyo, a buscar sus fotos… y no son frases mías, por mucho que lo pudieran parecer. Me decía que el Cuartel General de Naciones Unidas es un barco-crucero con todo tipo de lujos donde viven los funcionarios de ese organismo, mientras millones de haitianos siguen viviendo bajo plásticos y parece que seguirán así por mucho más tiempo. Me hablaba del alto número de violaciones, de la violencia a la que la desesperación está llevando a muchas personas para poder sobrevivir, del deseo de los haitianos de huir de allí…
Yo le comentaba que mi amiga Rosa había estado allí el verano pasado, trabajando un par de meses con una ONG, y que se volvió porque no soportó el despilfarro y la hipocresía, del mundo de la cooperación, que reinaba allí. Rosa, que ahora está en Mozambique, me contaba como los viernes por la tarde tantos cooperantes, después del trabajo, cogían los helicópteros de la ayuda humanitaria y se iban a pasar el fin de semana a la República Dominicana, hasta el domingo por la tarde. Rosa estaba escandalizada y me decía: ¿Sabes lo que cuesta mover uno de esos aparatos? ¿Y quién lo paga?
La pregunta, tanto de Silvia como de Rosa, es ¿dónde ha ido a parar todo el dinero que se prometió para la reconstrucción de Haití? En España, por ejemplo, no hubo ayuntamiento, colegio, empresa, o político que se precie que no organizara un espectáculo, una maratón, un concurso, una corrida, una feria,… para recaudar fondos para Haití. Tanta gente donó dinero, movida por las imágenes que se veían en la tele. Y ¿Para qué? Luego, todos se olvidaron del país y de sus gentes, no hubo seguimiento. Llegó el verano, nos fuimos de vacaciones… Ahora, después de un año, solo Forges parece recordar el terremoto. Todos los días, en su viñeta de El País, pone una nota: “pero no te olvides de Haití”.
Por mi parte, la pregunta que yo le lanzaba a Silvia, entre bocado y bocado de mortadela y sorbos de cerveza, era la misma que le hice a Rosa en su momento: Si ves lo que ves, si te invade la frustración y la impotencia ante el sistema… ¿Por qué sigues metida en el mundo de la cooperación? Las dos me contestaron, más o menos, lo mismo: porque creo en la solidaridad y en la cooperación y es necesario seguir trabajando por un mundo mejor, y si se hace desde dentro es posible que poco a poco las podamos transformar y reconducir hacia algo que realmente funcione y ayude.
Estoy de acuerdo en el fondo de la respuesta: la cooperación es necesaria y puede ser positiva, por eso hay que ser valientes y abrir un debate, crítico, sobre ella que permita encauzarla hacia algo que realmente sirva. De lo que no estoy tan convencido es de que cooperación y solidaridad, que ellas utilizan como sinónimos, sean lo mismo. Solidaridad es una forma de vida, cooperación es una tarea puntual y transitoria. Pero este es un tema que necesita más espacio, así que lo reservo para otro día.
Por ahora os dejo con Wyclef Jean, el único cantante haitiano que conozco. Canta en Patois, el criollo que se habla en Haití. La canción se llama Yele y describe las maravillas de la isla. Los colores, los coches, el entierro… todo me recuerda a África: