Hubo un tiempo en que una cinta de terror era pura atmósfera. Guiones sólidos, actores aún más sólidos, fotografía que jugaba con las sombras y un presupuesto infame que obligaba a crear inquietud a base de construir un entorno creíble, sombrío, amenazador.
Val Lewton fue uno de aquellos brillantes profesionales que vivieron aquella época., una etapa brillante en lo creativo, soberbia en lo expresivo. Con escasos medios y mucho talento produjo obras tan señeras como El Ladrón de cadáveres (The Body Snatcher. Robert Wise. 1945)
Partiendo del relato de Robert Louis Stevenson, ambientado en un Edimburgo decimonónico, de callejones húmedos, científicos sin escrúpulos y sombras siniestras.
Aunque Lewton escribió la adaptación bajo un seudónimo (Carlos Keith) su huella es clara en toda la película. Fogueado por su anterior etapa como guionista en MGM, apostó por el texto del autor de “La isla del Tesoro”, jugando con un terror sutil y de matiz atmosférico e inquietante.
Toda la estructura se apoya sobre las notables interpretaciones de Henry Daniell, Bela Lugosi y Boris Karloff en el inolvidable papel del cochero John Gray, un tipo brutal, primitivo, de mirada torva y alma aún más torva.
Gray comienza a surtir al Doctor MacFarlane de “mercancía” procedente de los cementerios, de forma ilegal, para su estudio anatómico. MacFarlane (soberbio Henry Daniell) cree que la ética debe dejarse de lado por la ciencia. En cierto modo es la Némesis y el otro lado del espejo del ladrón de cadáveres. Director (Robert Wise) y guionista apostaron por el terror psicológico. Aquel que emana de las miradas, los diálogos, los inquietantes decorados, los desencuentros y, sobre todo, el componente moral de sus actos.
La guinda del pastel se ofrece cuando el inmoral Gray abastece de cuerpos frescos al doctor, asesinando a un joven invidente, cantante callejera. Es el instante del no retorno. El resurreccionista ha sobrepasado los límites de la moral que el doctor puede soportar.
Durante todo el relato se observa una relación de poder por parte de MacFarlane hacia el cirujano. Es una relación sádica y tensa, producto de una deuda que el médico tiene con el truhán cuando durante el juicio de los famosos Burke y Hare (ladrones de cadáveres) defendió al doctor para que saliera libre. Aquí la metacinematografía está presente, haciendo referencia a dos personajes que han sido versionados en diversas ocasiones en la pantalla y que compartían la nefasta profesión de MacFarlane.
El director de fotografía (Robert de Grasse), ofrece un juego espléndido de luces y sombras. Una ciudad expresionista, de asfalto húmedo, parcheadas sombras, pasadizos y sombras abisales. La escena del crimen de la cantante ciega es un prodigio descriptivo que juega con los sonidos, la imagen y el fuera de campo. La dualidad humana también causa inquietud y terror, como en la escena que la que Karloff se muestra encantador con una niña, educado y cortés, aunque sea un personaje maquiavélico, cuya relación con el doctor es de manifiesta superioridad psicológica, permitiéndose licencias impensables.
La lucha de clases está presente de forma soterrada en conversaciones, actitudes y modos. El rencor que ambos sienten, la envidia, la prepotencia, forman parte de ese nexo antinatura que les une y que culminará con uno de los instantes más terroríficos del cine (si obviamos la escena que maltrata a un perrito que guarda la tumba de su dueño) En el film se utilizan diversos recursos enriquecedores con el objeto de crear inquietud y malestar. Siluetas siniestras, manejo de angulaciones, picados y contrapicados, profundidad de foco o dividir el encuadre utilizando elementos del decorado. Edimburgo se convierte en una ciudad en sombras.
También encontramos instantes de gran intensidad como la secuencia donde los niños juegan, dejando apartada a la niña Georgina en su silla de ruedas (Sharyn Moffett). Los instantes finales son sorprendentes en lo narrativo y lo estético, creando una obra modélica e imprescindible del género.
El juego con la lluvia obsesiva, incesante, el caballo que se desboca, el romanticismo enfermizo del paisaje, la crueldad de la naturaleza (no superior a la de los dos hombres), el sonido horrísono de los truenos…las fronteras entre el bien y el mal.
El siniestro cochero, John Gray, transporta al cadáver de una mujer que; en su mente; se convierte en el Doctor McFarlane ¿o no es un sueño? Una voz espectral repite el apodo con el que el cochero se mofaba, en siniestra confianza, del médico <<Toddy, Toddy>>. El mensaje final es que no hay que dejarse ver por los camposantos salvo para dejar flores o habrá que atenerse a las consecuencias.