Revista Libros
Aunque Vds. no lo vean, sigo leyendo. Ocurre tan sólo que las fatigas del inicio del curso escolar, con sus nuevos proyectos, absurdos burocráticos, guerras intestinas y su ración insufrible de alumnas tan reticentes que no deberían, en puridad, considerarse estudiantes, ocupan buena parte de mi tiempo y energía. El resto, lo confieso, se lo llevan los buenos estudiantes, algún que otro paseo otoñal, mucha ficción televisiva -HBO mediante- y un pequeñajo de poco más de un año, al que medio en broma llamo sobrino y se ha convertido de un tiempo a esta parte en compinche inseparable de juegos y en mi debilidad. Dicho lo cual, les diré que, si hoy vengo por aquí, es porque he leído, por fin, El lamento de Portnoy del maestro Philip Roth, novela valiente y osada con la que se ganó, de una parte, admiración, y de otra, críticas aceradas que lo calificaban de antisemita y misógino. El antihéroe de la misma es Alexander Portnoy, apellido parlante donde los haya, al menos, por su significante, por más que su portador juegue a disfrazarlo de patronímico francés (Port-noire). Y la trama no es otra que el sinfín de obsesiones y perversiones sexuales que el susodicho confiesa desaforado con ocasional sentimiento de culpa heredado, sin duda, de su más que judía y castrante familia. Saben Vds. que por aquí y por allí he condenado repetidamente la identificación de personaje y autor. Portnoy es Portnoy. Zuckermann es Zuckermann. Roth es Roth y no cabe proyectar sobre éste los fetichimos y perversiones de aquel. Saben, también, que sí defiendo, en cambio, el placer obtenido como lectora de la identificación con lo leído. Y no, Portnoy no es precisamente objeto de empatía. Sin embargo, me he reído con ganas en unos cuantos pasajes de esta historia, que por todas partes derrocha ironía y humor. He disfrutado, también, al detectar en ella unos cuantos gérmenes de la bastante reciente Indignación.No voy a negar que prefiero a Zuckermann y al Roth menos sátiro y más intelectual y épico pero el maestro, al fin y al cabo, es el maestro y es, por cierto, el último con vida de mi particular trío de ases (Salinger, Mary McCarthy, Roth), así que aprovechamos la coyuntura para desearle una pronta recuperación y lamentar lo indecible que nos vayamos a perder lo que en la entrega de los Premios Príncipe de Asturias tuviera que decir. Que hable, pues, con sus libros. Como siempre.