Generalmente, no nos solemos fijar en esa multitud de instrumentos familiares que nos acompañan en nuestra vida diaria. A menudo, su existencia la damos por hecha, como algo habitual, sobrevenido y que forma parte de nuestro paisaje personal con inmensa naturalidad.
Una de esas herramientas conocidas es el lápiz, un utensilio que nos ayuda diariamente a expresarnos, tanto a través del dibujo como a partir de la escritura personal. ¿Cuántos billones de ideas habrán fluido por sus puntas de grafito como una extensión casi espontánea de nuestro pensamiento? ¿Cuántos millones de dibujos de cosas maravillosas habrán surgido mágicamente sobre el papel como consecuencia de su aplicación?
El lápiz ha acompañado a la humanidad durante varias centenas de años ya. A fuerza de la costumbre se ha convertido en una herramienta a la que no le solemos prestar ninguna atención, ya que suele ser omnipresente. Para escribir, para dibujar, para anotar recordatorios, para calcular, para rascarnos, para… Este pequeño artilugio nos escolta en esa multitud de tareas cotidianas como una extensión de la mano, prolongando nuestro pensamiento y dejando una huella de nuestro paso por el mundo. Sin embargo, conceptualmente nació de una idea muy simple: proteger con madera una materia endeble, el grafito, para poder manipularlo y usarlo para crear todo tipo de líneas y tramas y, por supuesto, generar el sistema gráfico de comunicación por excelencia, la escritura.
Seguramente, el lápiz surgiría de una manera muy diferente a la forma en como se concibe la innovación en nuestros días, una época en que sufrimos con estoicismo una saturación de discursos plagados de juegos verbales vacuos. La innovación, esa importante estrategia relacionada con el esfuerzo común para avanzar y superarnos colectivamente, ha quedado indefectiblemente sepultada bajo la avalancha de palabras, haciendo que las ideas verdaderamente renovadoras corran el riesgo de perderse en una sopa de incoherencias y vacíos. Me refiero a esas disertaciones con los que nos aturden expertos y políticos de toda laya, que están llenas de acrónimos inventados intraducibles (como I+D+i) y que acaban usándose como mantras para engañarnos con el vacío argumental y la nada. Hoy, en los países avanzados, difícilmente se dan las condiciones para inventar cosas sencillas como las que puede representar el lápiz.
Sin embargo, la verdadera innovación probablemente la hacemos todos cada día cuando reflexionamos sobre nuestro trabajo y nos planteamos de una manera sencilla cómo podemos simplificar y mejorar lo que inicialmente se aparece como complejo. También cuando aplicamos el ingenio en las cosas más nimias y simples para que se puedan producir de una manera diferente. Lo ocurrido con los lápices a lo largo de la historia es un ejemplo preclaro de ello.
El lápiz es un instrumento heredero del stylus romano, procedente de Egipto o Mesopotamia. Consistía éste en un punzón metálico con el que se marcaban tabletas de barro o cera para escribir. Según Jeremy Rifkin, las sociedades agrícolas primitivas tuvieron que organizarse de manera más compleja para la producción a gran escala de los cultivos. Un esfuerzo que supuso la especialización de miles de obreros para desarrollar la tecnología hidráulica que sustentaba el regadío y con ella, concebir un sistema que permitiera el control del trabajo común y unas comunicaciones eficientes. La invención de la escritura supuso por ello un salto inconmensurable de la historia de la humanidad que se apoyó en herramientas que luego han permanecido a la largo de los milenios como ese estilete que antecedería a nuestros lápices contemporáneos.
La etimología de la palabra lápiz se rastrea en la lengua latina y su significado está relacionado con la piedra. Efectivamente, el grafito, que es su principal componente, es una piedra grasa que deja un rastro muy oscuro sobre muchas superficies. Esa cualidad permite directamente su uso como mecanismo para el dibujo y la escritura personal. También el inglés pencil remite a un pequeño pincel usado para escribir antes del descubrimiento del grafito en el siglo XVI. La nueva herramienta que surgiría de la invención del lápiz heredaría también en su denominación habitual la denominación de aquellos pinceles de escritura usados en los países anglosajones con anterioridad. El mayor depósito de grafito se descubre en Borrowdale, Inglaterra en 1665 y sus aplicaciones iniciales estuvieron relacionadas con los moldes para la fabricación de cañones debido a su inmejorable pureza. Esta condición hizo que tuviera un carácter estratégico y su control directo por la corona inglesa. Según se cuenta en la información histórica que ofrece el Cumberland Pencil Museum, la leyenda dice que una violenta tormenta sacó a la luz las raíces de árboles recubiertas por un extraño material negro. Ese material que resultaría ser el grafito lo empezarían a usar los pastores del lugar para marcar sus ovejas. Sin embargo, fue en Italia donde se produjo la innovación que definiría la base técnica del instrumento: Una pieza de grafito recubierta de madera para una mejor manipulación y control. En un principio parece que se ahuecaban palillos para introducir las barras del mineral y, así subsiguientemente, acabarían tallando dos piezas semicirculares simétricas de madera que se encolarían en la solución finalmente estandarizada. Esta es la tecnología de fabricación que ha permanecido inalterada hasta prácticamente nuestros días. La extensión de su uso por toda Europa en los siglos XVII y XVIII, así como las impurezas de otros yacimientos continentales descubiertos posteriormente, obligaron al molido del material y a su reconstitución y endurecimiento con arcilla. Una mezcla que surge en Francia de la necesidad durante las guerras napoleónicas. El inspirador de esta nueva innovación está en el inicio de una de las marcas conocidas de este tipo de artilugios, Nicholas Conté. Un ingeniero que establecería la proporción entre uno y otro material y también la creación de una codificación a partir del grado de dureza resultante que es la base del sistema de identificación habitual.
A mediados del siglo XVII, Lothar von Faber iniciaría una dinastía de artesanos alemanes, fabricantes de lápices. Von Faber añadiría al lápiz otras innovaciones sencillas. Por ejemplo, la forma hexagonal de la pieza que facilitaría un mejor uso habitual. Al aplanar lateralmente la forma cilíndrica se lograba eliminar que los lápices rodasen por las mesas y acabasen perdiéndose con facilidad. Pero Faber, y luego la marca que lo seguiría, Faber-Castell, no solo aportó aquella mejora sino que estableció reglas para la normalización del tamaño, grosor y graduación a la que acostumbramos hoy en día. Otra aportación, a las formas y diseños del lápiz que von Faber mejoró, no ha sido tan reconocida y es la que se refiere al añadido de una pequeña goma de borrar en uno de sus extremos. Sin embargo, es en Estados Unidos donde ha adquirido mayor carta de naturaleza y donde aquella idea fue patentada finalmente a finales del siglo XIX, sin que le fuera reconocida a su verdadero descubridor. Desde entonces la región alemana de Stein, cerca de Nuremberg, ha seguido fabricando los mejores lápices, y de allí proceden las marcas de referencia que se utilizan masivamente y son un símbolo de máxima calidad. Nombres como Faber- Castell, Staedtler y Lyra que hoy acaparan masivamente el mercado mundial de esta herramienta.
Según el semanario The Economist, actualmente se producen más de 15.000 millones de lápices anualmente, de los que un 15% son de la firma Faber Castell. La potencia de esta marca se fundamenta tanto en su reconocimiento mundial como una referencia de calidad como en el continuo esfuerzo para lograr pequeñas innovaciones. Durante los últimos cien años, el fabricante Faber-Castell ha seguido trabajando en lograr pequeñas mejoras para ese instrumento. Una de sus aportaciones más recientes es la que se refiere al llamado EcoPencil que se basa en el uso de madera certificada ecologicamente por el Forest Stewardship Council. Para la fabricación del EcoPencil se han puesto en cultivo 10.000 hectáreas de bosque reforestado sobre un terreno brasileño anteriormente estéril. Una iniciativa que aporta a la marca un carácter sostenible y responsable frente a la devastación de recursos que actualmente padecemos. Algo parecido está haciendo más recientemente con el uso para los lápices de barnices y lacas libres de toxinas y biodegradables que se supone hacen más felices a los padres, que observan como sus hijos mantienen esa tradición de roer continuamente sus extremos.
Una última innovación curiosa de Faber-Castell al instrumento es el añadido de tramas de puntos de goma en su envoltura exterior para hacerlo más ergonómico, al contribuir a atenuar el efecto deslizante del sudor humano en su superficie, atenuando con ello el deslizamiento por la palma de la mano. Como podemos comprobar, los lápices han evolucionado enormemente con el tiempo y las innovaciones asociadas han sido también de una simpleza apabullante, pero que por ello no son menos importantes. Es sorprendente, por ejemplo, que el simple hecho de transformar la forma cilíndrica de su soporte ligneo en un prisma hexagonal supuso un grandísimo avance en su manejo y conservación general. Actualmente, se experimenta también con la opción triangular como una alternativa que puede ser popular entre los niños al adaptarse mejor a sus pequeñas y redondeadas manos.
De todo lo anterior, podemos deducir que la historia del lápiz es indicadora de cuál puede ser el verdadero papel de la investigación aplicada. En cuanto que su progresiva transformación hasta las formas y estándares actuales es la narración de un continuo añadido de pequeñas y sencillas aportaciones que se fundamentan en simples evidencias de ingenio. Una forma de mejora continua que nada tiene que ver con esas complicadas parafernalias que nos quieren vender como las estructuras imprescindibles para producir la innovación. En el fondo, podríamos deducir que lo que los promotores públicos buscan realmente con ese discurso ligado al famoso trinomio de la Investigación, Desarrollo e Innovación, es la generación de nuevas burocracias para el control más restringido de los escasos recursos colectivos y que, por tanto, sirvan de argumento para nuevos privilegios administrativos.