You’ll cry and cry and try to sleep
but sleep won’t come the whole night through.
Hank Williams, Your Cheatin’ Heart
Tenía dieciocho años, y me pasaba las horas escuchando a Hank. Todos en Alabama nos sabíamos las letras de sus canciones: nos las aprendíamos en el bar de Tim McKenna y las rezábamos al volante de nuestros coches o en el oído de nuestra novia de aquel año, Ronnalee se llamaba la mía. Hank era un vaquero, lo que nosotros, y un poeta, lo que nosotros queríamos ser. Su rostro era el espejo de América: inocente y duro, cordial e impenetrable.
Mi padre conocía a su familia, e incluso alguna vez había hablado con él. Puede que Ronnalee se fijara en mí solo por ese detalle, y no estoy pecando de modesto. Nos habíamos conocido en la universidad, y esquivábamos el silencio de nuestras primeras citas hablando del Grand Ole Opry y del sabor a whisky de fuego que nos dejaron en el paladar los Drifting Cowboys, el grupo que Hank había ya disuelto. Por eso, no solo no me reprochó que le desencajara su agenda con el mandato de mi padre, sino que me recompensó con un beso. Tenía que llevar a Hank Williams a su concierto de Año Nuevo en el Teatro Palace de Canton, Ohio. Una tormenta de nieve le impediría cumplir con sus compromisos en Charleston, Virginia Occidental; pero gracias a mis buenos oficios, y salvo causa de fuerza mayor, mi cliente llegaría a tiempo de entrar en escena al compás del órgano Kilgen, una de las atracciones del Palace.
Mi padre, si no lo he dicho todavía, era dueño de una flota de taxis, y, antes de partir, me suplicó que le devolviera el Cadillac sin un arañazo en su carrocería azul. Podía confiar en mí. Hank podía confiar en mí. Y mi novia también. Tenía dieciocho años, y el mundo era sencillo, puro y confiable, como las canciones de mi ídolo.
Pero no lo era. Me equivocaba.
Aquel viaje envejecí. Tengo la impresión de que cada curva en la carretera me grabó un surco de decepción en la cara y de que cada fogonazo de luz me tiñó una cana en el pelo. Los ojos de Hank brillaban igual que en las fotografías que solía recortar de las revistas, pero su resplandor ya no lo animaban la sed de gloria o el anhelo ingenuo de la fama, sino únicamente el whisky y la morfina. Sus dolores de espalda lo habían convertido en un adicto al alcohol y las drogas. A sus veintinueve años, Williams semejaba un caballo sedado, no el jinete sobre la cabalgadura. Seguía siendo un cowboy, pero era un cowboy herido sobre su silla.
Apenas hablamos. En el silencio de la noche, yo era Caronte en la laguna Estigia y él mi pasajero. De vez en cuando, veía levantarse el ala de su Stetson blanco por el retrovisor y la paloma se echaba al coleto un generoso trago de whisky, fuego y más fuego para apaciguar la tortura de su espina bífida y sus últimos fracasos. Se había divorciado unos meses atrás, y en el Grand Ole Opry su nombre era ya la cuerda rota de su Martin.
Nos detuvimos en Knoxville, Tennessee, para descansar un poco en el hotel Andrew Johnson, el coloso de la ciudad. Con un hilo de voz, me pidió que llamara a un médico, y, cuando este se presentó, le administró vitamina B12 con morfina. No tardamos en ponernos otra vez en ruta, nubes del desierto, pero, a medida que avanzábamos, sentía que el Palace se alejaba cada vez más y que no llegaríamos a tiempo a nuestro destino. A la altura de Bristol, Virginia, le pregunté si tenía hambre y me susurró que no. Lo entendí –los muertos no suelen tener hambre–, pero yo estaba a punto de desmayarme y le sugerí que parásemos un momento en el Burger Bar, a lo que asintió con la cabeza, sin fuerzas, o quizá sin ganas, para pronunciar una palabra más. Devoré una hamburguesa y abrí los ojos con una taza de café bien cargado.
Llegó el amanecer a la ciénaga en que nos desplazábamos, y fue como una caricia que nos limpiara el barro de la noche. El cielo le devolvió su color al Cadillac de mi padre, y yo respiré aliviado, porque “solo” quedaban cuatrocientos kilómetros y tenía una jornada por delante para cubrirlos. Si la máquina se portaba bien, Hank podría descansar unas horas en el hotel antes de su improbable apoteosis en el Palace.
Mi honor –el honor de los Carr– estaba a salvo.
Juro que pensé: “Está durmiendo”, y no me chocó que su sueño fuera tan profundo y largo. La gente duerme por la noche, incluso los muertos, pero ¿qué hay de los muertos que siguen durmiendo al amanecer? Lo llamé, al principio en voz baja y luego más alta, pero no reaccionó. Frené en la primera gasolinera que vi para pedir ayuda, salí del asiento y le tomé el pulso para cerciorarme de lo que era ya evidente. Cuando se acercó el empleado, le dije: “Es Hank Williams. Está muerto”. Él se ocupó de informar a la policía.
Nunca quise hablar de su muerte con nadie. Amaba su música, pero no era su albacea testamentario. Guardé silencio hasta que mis pasos me llevaron un día, mucho tiempo después, al Burger Bar de Bristol, y vi que habían puesto a los platos el nombre de sus canciones. Le pregunté al camarero por la hamburguesa Your Cheatin’ Heart, y me contó que la hacían con una salsa secreta, chiles verdes, champiñones salteados, cebolla y queso.
Salí de allí, y lloré y lloré, y es cierto que el sueño no llegó en toda la noche, pero sí al amanecer. Entonces, y solo entonces, se me ocurrió contarlo todo –el largo viaje de la noche hacia el día–, para que todos lo supieran.