El poeta granadino Luis Rosales llegó a Murcia a dictar una conferencia en la década de los ochenta del siglo pasado, cuando sobre él aún pesaba como una marmórea losa la detención de Federico García Lorca, un hecho que derivó en tragedia con el fusilamiento del fundador de La Barraca en una cuneta entre Víznar y Alfacar. Eran tiempos, cuando conocí a Rosales, en los que la restauración democrática reavivó la encendida polémica por aclarar las circunstancias de una de las muertes más difícilmente comprensibles -si es que alguna lo fue- en aquella contienda fratricida. Rosales se rebelaba contra los que con el dedo acusador apuntaban hacia su persona. Federico era su amigo y pretendió, en vano, junto a sus hermanos, salvarle el pellejo hasta el último instante. Esa, al menos, era su verdad.
Esquivo, el poeta y académico rehuía los envites que le formulábamos. Era ya un señor mayor al que le preocupaba más acabar con placidez los días que el destino le deparara que enzarzarse en batallas que, entendía, en nada servirían para resucitar el cadáver del amigo caído con vileza.
Rosales explicó, en una de las contadas veces que quiso abordar tan desagradable circunstancia, que a Federico se lo llevaron a empellones de su casa el 16 de agosto, en la que se refugiaba desde el día 9, en los albores de la Guerra Civil. Ausentes él y sus hermanos, se encaminaron armados hasta el Gobierno Civil granadino para reclamar por tamaño atropello con la autoridad que les daba ser camisas viejas de la Falange local. Allí se encontraron con la incomprensión y la demencia en unos días turbios y desaforados, envueltos en la abyecta sinrazón.
“Cuando fui a reclamar a Federico había cien personas en el Gobierno Civil, en una sala inmensa que había allí. ¡Cien personas! Era muy tarde ya, y me dejaron ante un teniente coronel de la Guardia Civil, cuyo nombre no recuerdo. Allí, en medio de aquella sala inmensa, presté declaración (…) Íbamos armados. Allí yo no conocía a nadie. En mi declaración dije que un tal Ruiz Alonso, al que yo no conocía, había ido aquella tarde a nuestra casa, una casa falangista, y había retirado a nuestro huésped –Federico García Lorca– sin una orden escrita ni oral”, dijo entonces.
A Rosales aquello le costó su encarcelamiento y casi la muerte. Al poeta lo salvó la elevada multa que su familia pagó para evitarlo y la presencia en Granada de un personaje que quizá pudo ser clave en la salvación de Federico, de haberse personado en la ciudad apenas unos días antes: el dirigente falangista Narciso Perales
Los años pasaron. Y la producción literaria de Rosales fue creciendo bajo el lastre que dejó el estigma por unos hechos acaecidos en un barranco granadino. En el año 1982 le otorgaron el Premio Cervantes, la distinción literaria más importante de las letras hispanas. Sobre todo su poesía, aunque también su cuidada prosa, le valieron un lugar entre los grandes de la mítica y devastada generación del 36.
Su devenir político derivó, incluso, a aceptar ser incluido en una plataforma intelectual que aupó al socialista Felipe González a la presidencia del Gobierno en 1982. De Rosales, el gran Neruda dejó dicho que “atravesó este mortal antipolítico el momento desgarrador de Andalucía y se ha recuperado en silencio y en palabra”. Una noche oí al poeta granadino reconocer en un ‘La Clave’, de TVE, sentenciar que “la gloria siempre da más enemigos que amigos”. Vivió, desde ese día de agosto de 1936, soldado a la desaparición de un mito y ello fue quizá la causa de su primera muerte; la segunda y definitiva le sobrevino en Madrid, en octubre de 1992, cuando contaba 82 años. Se marchó sin creer en la política ni casi en la sociedad, como reconociera en ‘A fondo’, aquella serie de entrevistas magistrales de un murciano, hoy injustamente olvidado: Joaquín Soler Serrano
[‘La Verdad’ de Murcia. 14-5-2019]