Foto: Josep Molina
por Víctor MGM.
Los que me conocen (sobre todo los que coincidieran conmigo en las clases de lengua del instituto) sabrán que odio los que te dicen qué es lo que quería decir el autor. “Cuando García Lorca habla de caracoles, se refiere a esa parte del ser humano más cercana al suelo, que se arrastra, se refiere al deseo sexual y de supervivencia”. ¡Vete a cagar! O lo de “¿por qué escogió esta métrica concreta?, ¿por qué en este determinado verso se salta la métrica?”. Pues mire, no lo sé. Tampoco quiero. Lo que quiero es que me deje leerlo y sentirlo, que para eso es arte.
Sí, soy un rebelde. En realidad, no es que me niegue al análisis del arte. Creo que es algo importante, nos acerca a las obras desde un punto de vista intelectual y hace que podamos disfrutar de detalles que de otra forma quizá no habríamos disfrutado. Y con mi pequeña pataleta no pretendía decir que no estoy de acuerdo con hacerlo. Pero me gusta entenderlo primero de una forma más [pausa dubitativa] entrañable. La RAE dice que entrañable significa “íntimo, muy afectuoso”. Como dirían los analistas: aquí el autor también hace referencia a las entrañas, refiriéndose a un entendimiento que provenga de lo que sus entrañas sientan respecto a la obra de arte. ¿Veis? Es útil.
¿Y qué tiene que ver todo esto con el concierto? Intento justificarme. La música clásica, dentro del campo de la música en el arte, es la más analizada. Es pulcra, precisa, estudiada, planeada. Los compositores componen la obra repasando cada milímetro de los planos, especifican los materiales a utilizar, las dimensiones, las curvaturas. Son arquitectos del sonido. A veces tengo la sensación de que al pulir tanto lo que querían expresar, al querer ir tan en profundidad y recrearse tanto en cada ápice del mensaje, se intelectualiza el sentimiento, la belleza.
Es como si el compositor se hubiera arrancado el corazón para que pudiéramos ver lo que él sentía, pero en vez de ponérnoslo directamente delante de las narices, se hubiera pasado horas limpiándolo y manipulándolo. Como si lo hubiera llevado a un entorno estéril y nos enseñara un sentimiento perfecto. “Acérquense, estén tranquilos, no olerán la sangre, ni la verán. No se pueden manchar y ni siquiera podrán sentir empatía, pues su corazón no será tan poco orgánico como este”. Y nuestros conocimientos musicales sobre estos procesos y sobre cardiología nos permiten decir “¡Oh! ¡Es un corazón del mundo de las ideas! ¡Perfecto!”. Exagero para poder contrastarlo. Pero ésa es la sensación que tengo a veces.
Sobretodo cuando conozco poco una obra o un autor. Cuando la he oído pocas veces. Con Schubert me pasaba eso. No lo he tocado nunca, o no recuerdo haberlo tocado. Tampoco había escuchado mucho su música. Y si la había escuchado, le había dado pocas oportunidades, porque la primera sensación era la que antes he descrito. Menuda injusticia. Pero me conozco, y sabía cuál suele ser la situación en que se me quita tanta tontería intelectualoide de la cabeza: en un concierto. Así que, cuando mi amiga y compañera de trabajo escogió este concierto, me alegré mucho. “Vamos a darle una oportunidad a Schubert“, pensé. Y automáticamente después recuerdo pensar “bueno, la oportunidad te la estás dando a ti mismo, almendro”, y reírme.
Anna finalmente no pudo venir al concierto (carita triste, I missed you!) y me dijo que pusiera a sorteo la entrada entre mis amigos. Y el concierto empezó. Allí estábamos todos, en una zona esterilizada, tras los cristales protectores a prueba de todo tipo de substancias, bajo una luz blanca de esas que huelen a hospital. Entró en escena el Quartet Casals, cargando su instrumental y una caja de esas para conservar órganos. Saludaron con la sonrisa de quien sabe qué hay en la caja y es feliz ante la posibilidad de compartirlo. Empezó el Cuarteto número 12 en do menor. Vislumbré el corazón de Schubert, que nota a nota iban extrayendo de la caja. Limpio, lustrado, como si fuera una copia artificial. Pero ocurrió algo que no me esperaba para nada. Bueno, sí me esperaba lo que sentí, pero no esperaba entenderlo dentro de esta metáfora de la forma que lo entendí.
Foto: Josep Molina
Lo que pasó fue que conforme el cuarteto y su instrumental danzaban mágicamente alrededor del corazón, lo vi moverse. Y poco después otra vez. Decidí cerrar los ojos, pues no lo entendía. Y entonces lo entendí. Escuché el latido, rítmico, del corazón de Schubert. Por eso necesitaba tanta preparación, estudio, perfeccionamiento. No se limitaba a darnos un sentimiento, sangriento, fresco, arrancado de su pecho. No. Lo comprendía de una forma tan profunda y exhaustiva que después podía ser revivido por unos intérpretes magníficos como los de aquel concierto.
Abrí los ojos y observé a los músicos, su expresividad. Me llamó mucho la atención el violista. Hizo reforzarse el entendimiento que estaba teniendo. Su postura era menos vehemente, menos expresiva que la del resto de músicos. Sus contrapuntos y notas a contratiempo eran inmaculadamente precisos. Pero entonces vi su arco, deshilachado. Perdónenme los que sepan de arcos y nomenclaturas, pero no encuentro otra forma de decirlo. Y los fragmentos que se habían roto, danzando más allá de la viola, como si fueran las evidencias de que aquel latido era tan fuerte y real como lo fuera en su día el de Schubert, y que estaba lleno de pasión.
Así que pasé un concierto magnífico. Me di la oportunidad, como he dicho antes, y tanto Schubert como el Quartet Casals me empujaron a aprovecharla. Todo un honor.
Y os preguntaréis: si lo que consiguió Schubert fue hacer revivible su sentimiento y tú sentiste los latidos, ¿de qué sentimiento se trataba? No tengo ni idea. Como me pasa con la poesía, creo que lo que quiso expresar el autor era solo suyo y visible desde sus ojos. Lo que nosotros sentimos al revivir o presenciar la resurrección de aquello que plasmó no es más que nuestro propio sentimiento, que bebe de las aguas del del artista. Por lo que, para ser coherentes con todo lo que he expuesto, me pasé el concierto escuchando latir mi corazón, gracias a Schubert y al Quartet Casals. Fue una hora bien invertida, ciertamente. Debería hacerlo más a menudo.