(Publicado el 9-IV-2009)
“El lector” es una de las grandes películas de esta temporada. Basada en una novela de Bernhard Schlink, ha merecido el Óscar a la Mejor Actriz Protagonista, otorgado a Kate Winslet, que interpreta con gran solvencia un personaje, el de Hanna Schmitz, lleno de paradojas, ingenuo a la vez que enigmático, hosco pero necesitado de amor, puritano aunque transgresor, tan sensible como cruel…
El asunto nuclear a partir del cual fluye el argumento de la película es ese gran agujero negro del alma alemana que es todavía, y previsiblemente seguirá siéndolo por mucho tiempo todavía, el horror nazi, especialmente su epicentro, el holocausto judío en los campos de concentración. No es fácil elaborar y digerir el hecho de que aquel horror se administrara y condujera no ya contando con la gélida indiferencia de todo un pueblo, sino incluso con su positiva anuencia, cuando no con su activa participación. Aún sangran las heridas que quedaron abiertas con aquellos hechos, y lo hacen, entre otros modos, en forma de preguntas obsesivas que obligan a indagar en las profundidades de la mente del que, en tiempos más sosegados, llamaríamos “persona normal”.
“Persona normal”: así vino a calificar la filósofa alemana de origen judío, Hannah Arendt, a Adolf Eichmann, criminal nazi que, durante la Segunda Guerra Mundial, estuvo encargado del departamento desde el que se planificaba el transporte de los judíos hacia los guetos y los campos de concentración. Arendt estuvo cubriendo para el semanario estadounidense The New Yorker el juicio contra Eichmann que tuvo lugar en Jerusalén en 1961, y en el que acabó siendo condenado a muerte. De su trabajo allí acabó surgiendo su libro titulado “Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal” (Paidós, 2005). Arendt, después de analizar minuciosamente el comportamiento de Eichmann, concluye que éste era un hombre normal, un ser obediente que formaba parte de una maquinaria, de una eficiente burocracia dedicada al exterminio, y que actuaba bajo unas circunstancias que le hacían casi imposible saber que estaba obrando mal. En el concepto de “banalidad del mal” incluye Arendt la irreflexión de alguien que comete crímenes actuando bajo órdenes, lo cual llega a apagar, incluso completamente, su conciencia de culpa. Eichmann participó en la Conferencia de Wannsee, en la que se coordinaron los esfuerzos para la “Solución final”. Él mismo redactó el acta que ordenaba la liquidación de once millones de judíos, y a propósito de ello declaró: “En aquel momento sentí algo parecido a lo que debió sentir Poncio Pilatos, ya que me sentí libre de toda culpa”. A los ojos de su conciencia, él sólo fue un honrado distribuidor de recursos, que procuraba realizar la tarea encomendada con la máxima eficacia y al menor coste.
¿Estamos realmente hablando de una persona normal?
A finales de la década de 1960, Stanley Milgram, un psicólogo de la Universidad de Yale, llevó a cabo un experimento sobre los límites a los que puede llegar el comportamiento de obediencia, cuyos resultados no pueden sino provocar consternación.
Milgram reclutó a diversos sujetos experimentales entre todos los sectores sociales (abogados, bomberos, obreros…), proponiéndoles participar en un experimento sobre los eventuales beneficios del castigo en el aprendizaje. Un médico de bata blanca les dirigía en la tarea: de uno en uno actuarían como “profesores” frente a un alumno situado en otra habitación, al cual no podían ver, pero sí oír. El “profesor” sometía al alumno a un examen de memorización de asociación de palabras. Si se equivocaba, debía castigarle aplicándole una descarga eléctrica que al principio era leve, de 15 voltios, pero a medida que acumulaba respuestas incorrectas, las descargas iban aumentando de intensidad, hasta llegar al último nivel, de 450 voltios.
Sin embargo, éste del aprendizaje por castigo era en realidad un experimento-máscara. Lo que auténticamente se investigaba era el límite al que las personas son capaces de llegar en su comportamiento de obediencia. Cuando las descargas llegaban a 180 voltios, el alumno (en realidad, un actor), gritaría diciendo que no podía soportar más el dolor; a los 300, que no quería seguir con el experimento (que, sin embargo, no podía supuestamente eludir). A los 330 voltios, sólo habría silencio.
Los resultados del experimento producen pavor: el 65 % de los sujetos que hacían de profesores (los que realmente eran estudiados) llegó hasta el final, los 450 voltios, a pesar de que muchos parecían sufrir por lo que hacían (sudaban, se mordían los labios…), pero el hecho es que acababan obedeciendo al experimentador de la bata blanca, que les animaba a seguir con el experimento, del que él se presentaba como último responsable. Los escrúpulos morales eran, pues, de inferior nivel de exigencia que la obediencia demandada. El experimento fue posteriormente replicado y confirmado en diversos lugares del planeta (Australia, Alemania, Jordania y otros países), siempre con resultados similares.
Caer en el pesimismo antropológico generalizador sería una conclusión prematura. En realidad, todo apunta al hecho de que el sentimiento de culpa no es algo a lo que tengamos acceso por naturaleza (el Pecado Original no sería tan original), sino que es una conquista de la evolución tanto filogenética (de la especie) como ontogenética (del individuo). Nacemos predispuestos a ponernos a las órdenes del de la bata blanca, que es el modo de cumplir con nuestra necesidad de pertenencia, de garantizar nuestra adscripción al grupo que él representa. El instinto de adaptación y de obediencia es anterior a la necesidad de ser uno mismo, que exige la capacidad de sobrellevar la responsabilidad –y eventualmente el sentimiento de culpa– por lo que hacemos. Esto último puede conducir en determinados momentos a la confrontación con el grupo de referencia, incluso al ostracismo. En el extremo –pensemos en los opositores al régimen nazi–, al heroísmo. Algo a lo que es difícil acceder. Pero es a ello a lo que, precisamente, se refería Inmanuel Kant cuando proclamaba el lema de la Ilustración: “¡Sapere aude! ¡Ten valor para servirte de tu propio entendimiento!”. Esa sería la única medida posible a tomar contra los totalitarismos y contra los excesos de la obediencia debida.
Javier Martínez Gracia, miembro de UPyD (Unión, Progreso y Democracia) de Burgos