Revista Cine
Al inicio de El legado del diablo (Hereditary, EU, 2018) la cámara de Pawel Pogorzelski se pasea por un paisaje de algún anónimo lugar ¿del medio-oeste americano?, toma una casa que se encuentra en medio de un bosque y luego, dentro de ese hogar, penetra en una pequeña casa de muñecas en donde se ve la figura de alguien acostado en su cuarto. Sin corte alguno, el escenario en miniatura cobra vida y alguien entra por la puerta para despertar al que se encuentra dormido.Este inicio es la metáfora perfecta, en la forma y en el fondo, de esta impresionante opera prima de Ari Aster: por un lado, he aquí una puesta en imágenes maniáticamente precisa –como las propias casas de muñeca que construye la protagonista, Annie (Toni Collette)- y, por otra parte, he aquí que nos metemos literalmente hasta la recámara para (re)conocer a la familia protagónica, dueña y señora de todas las broncas hereditarias del título, de generación en generación: de madre a hija a nietos.El filme inicia con la muerte de la matriarca familiar, quien no parece haber dejado un grato recuerdo en su hija Annie, quien da un discurso de despedida desconcertada y desconcertante. Poco a poco sabremos por qué: su madre nunca fue una mujer cercana a ella (a casi nadie en realidad), hay tragedias familiares escondidas pero no olvidadas en el clóset (enfermedades psiquiátricas, un suicidio) y el propio núcleo familiar de Annie no pasa por el mejor momento. La relación con su marido Steve (Gabriel Byrne) es distante, su hijo mayor adolescente Peter (Alex Wolff) está en su propio mundo y la hija menor Charlie (Milly Shapiro), la favorita de la anciana fallecida, se la pasa dibujando cosas extrañas en su cuaderno, tiene visiones de la abuela y construye perturbadores juguetes con partes de objetos y animales (incluyendo la premonitoria cabeza de un pájaro).El legado del diablo es una película de horror que no solo transmite miedo –que sí lo provoca, sobre todo en sus últimos minutos, francamente delirantes- sino, también, un creciente sentido de malestar. Como en muchos otros clásicos del género, el horror se encuentra anidado en la familia y, por lo mismo, es mucho más difícil de enfrentar y de vencer.El guion original, escrito por el propio director Aster, construye con todo cuidado las enfermizas dinámicas familiares (madre-hija, marido-mujer, madre-hijos) como si estuviéramos viendo un filme de Bergman, más que algún conocido clásico de Polanski Friedkin o Kubrick. Es después que el cineasta/guionista ha construido meticulosamente su escenario dramático –su perversa casa de muñecas, pues- cuando el horror más genérico se desata en una virtuosa fusión de forma y fondo: una cámara que se retira lentamente para permitirnos ver los banales objetos ominosos que se encuentran en una mesa, una pesadillesca figura que apenas si se ve en la parte superior izquierda del encuadre provocándonos el sentido del más inminente horror, un personaje que flota en el aire mientras lleva a cabo una acción que no podemos dejar de ver, un desenlace en el que todo, hasta lo más torcido, termina por encajar.Es decir, hacia el final entendemos el sentido completo del título original en inglés, cada elemento argumental del filme se justifica dramáticamente y descubrimos, entre el asombro, el horror y la fascinación, al verdadero protagonista del filme. Escalofríos puros.