El león cartívoro emerge de la fachada del edificio de correos. Su gesto noble de bronce mira enojado a los transeúntes y abre la boca esperando su alimento de mensajes y noticias. Las cartas devoradas viajarán por el tobogán de su esófago hasta un estómago de saca de correos.
Hoy encuentro uno de tu especie en Villarejo de Salvanés. Es pariente de aquel de Burgos que me impresionó de niño, de aquel gran felino de metal que me atemorizaba y atraía a un tiempo. Metía yo desconfiado mi mano entre sus fauces y casi sentía en su frío contacto la dureza de unos dientes que me trituraban los dedos. Enseguida la retiraba asustado, arrepentido de mi breve valor de dos segundos.
Paso algunas veces por la esquina de la calle Las Trinas con San Pablo, allí donde se accedía a las oficinas de correos en el Burgos de mi infancia. Siguen los dorados relieves de los dos leones, ahora sobresaliendo de una fachada blanquísima. En ambos lados de la doble escalera siguen rugiendo su hambre epistolar, los únicos leones metálicos del zoo de mi memoria. Hoy, medio siglo después he vuelto a introducir mi mano en su boca amenazante. Un leve escalofrío recorrió mi brazo. Enfrenté su su mirada cruel y sentí un miedo ancestral, el miedo que atenazaba a los mentirosos en el Panteón de Roma ante la Bocca della Verità.