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El libro negro, de Orhan Pamuk

Publicado el 24 febrero 2010 por Flenning

Es una curiosa coincidencia que en El libro negro aparezca el mismo recurso motivador –la búsqueda de la esposa perdida– que en El pájaro que da cuerda al mundo. El abandono parece un recurso tópico a partir del que se despliegan los argumentos, la estrategia y la topología del escenario de la búsqueda.

Podría ser interesante, a partir de la suposición de que el objeto buscado es el mismo en ambas novelas, analizar y comparar las diferentes estrategias que adoptan los caminantes en su paseo hacia el centro.

Rüya se ha ido y, como referencia, solo dejó una carta muy breve, apenas diecinueve palabras, y un mágico silencio de nieve que se pierde en las adoquinadas calles de Estambul. El texto de la carta es un misterio y es la puerta de entrada al laberinto.

Rüya ha dejado un misterio de las letras, un laberinto de símbolos escritos en verde, como el color de las aguas del Bósforo. Su mensaje es breve sin embargo tiene una determinación implacable. El laberinto de símbolos, El misterio de las letras, es un laberinto resbaladizo y lleno de privaciones. Genera curiosidad, inquietud y miedo.


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Mira quién ha venido
«… Galip bajó a la calle principal pero no encontró ningún vehículo que le llevara. Los autobuses interurbanos, que pasaban de vez en cuando con una determinación imparable, ni siquiera reducían la velocidad. Decidió caminar hasta la estación de tren de Bakirkoy. Mientras caminaba hundiéndose en la nieve hasta la estación, que recordaba uno de esos refrigeradores de desecho que usan en las abacerías a modo de escaparate, se reencontró innumerables veces con Rüya en su imaginación: volvían a su vida cotidiana, la causa del «abandono» de Rüya, que había resultado ser muy simple y comprensible […]»
«… En Sirkeci no había ningún vehículo delante de la estación. Por un momento Galip pensó en caminar hasta su despacho y pasar la noche allí, pero se dio cuenta de que un taxi daba la vuelta en redondo con la intención de recogerlo. No obstante, mucho antes de que el coche se acercara a la acera un hombre en blanco y negro, que parecía haber salido de una película en blanco y negro, con un maletín en la mano, abrió la puerta y se metió en él. Tras recoger a su pasajero, el taxista también se detuvo ante Galip y le dijo que podía dejarle en Galatasaray con «el señor». Galip se subió al taxi […]»

¿Dónde estará Rüya? En un lugar probable; en un lugar posible; en algún lugar; en cualquier lugar… Para llegar hasta Rüya, Galip debe entrar en el jardín de la memoria, pero ¿la memoria de quién? Para resolver el misterio de las letras, de la escritura, es necesario entrar en el jardín de la memoria ancestral, la memoria del nosotros, la memoria del que soy, del que fui y de los que fuimos.

¿La memoria del que soy?, pero ¿quién soy? ¿Puedo ser yo mismo? ¿Puedo ser sin un otro?

¿La memoria del que fui?, pero ¿en esos trazos verdes que dibujan el laberinto estará, acaso, la memoria de la lucha otomana? ¿Será la brevedad del mensaje de Rüya un vestigio de la memoria sufi?

¿La memoria de los que fui?, pero ¿son ajenas estas preguntas, y me las ha dejado un repartidor de recuerdos?

Galip busca a la mujer de sus sueños –Rüya significa sueño en turco–, mientras la sombra del dolor y el abandono camina a su lado en medio del escalofriante silencio que produce la nieve. Mientras camina, mira las caras de los transeúntes e intenta comprender el significado de sus expresiones. El caminante busca su sueño en el jardín de los significados. Las caras tienen letras escritas, las letras significan algo, las caras significan algo, las palabras significan algo, el mensaje de Rüya tiene –debería tener– muchos significados.

«… Así pues, el lector que intentaba resolver el misterio con sus propios conocimientos y la regla en mano no se diferenciaba del caminante que va descubriendo el misterio según camina por las calles del mapa, un misterio que se va extendiendo según lo descubre y que según se extiende va encontrando en las calles por las que anda, en las rutas que elige, en las cuestas que sube, en el mismo camino y en su propia vida. […]».

¿Y si olvido? ¿Y si no puedo hallar mi sueño porque olvidé soñar? Galip no olvida, pero ¿si olvidase? Quizás podría ser contado, quizás su vida podría ser dicha, documentada por otro, quizás la memoria de Galip, con todos sus sueños, estaría en la pluma de algún otro narrador. Si Galip no fuese narrador, podría ser protagonista.

Quizás, en nuestra vida, en nuestro jardín, todos seamos un poco como Funes y Memento a la vez, narradores de la memoria que aún tenemos, y protagonistas en la memoria de otros. Quizás solo podamos ser si otro nos construye.

La búsqueda de Galip es distinta a la del señor Okada, el pájaro_que_da_cuerda, porque a diferencia de Kuniko, Rüya vive en la búsqueda, Rüya es la búsqueda, Rüya solo puede ser contada. Ella es lo que ella dejó, lo que fue, lo que fuimos, lo que no se olvida. Rüya es sueño, recuerdo, historia. Rüya es palabra.


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Rüya
«… A veces me sigo encontrando algún antiguo objeto suyo en las viejas cajas de Celâl o entre las cosas de mi despacho, o en alguna habitación de la casa de la Tía Hâle, algo que no he tirado porque misteriosamente se me escapó. Un botón morado del vestido de flores que le vi puesto cuando nos conocimos; unas gafas «modernas» con las esquinas de la montura puntiagudas, de esas que comenzaron a verse en las revistas europeas en las caras de las mujeres capaces y dinámicas en los años sesenta, y que por los mismos años Rüya usó durante seis meses y luego tiró a un rincón; horquillas pequeñas y negras de las que mientras se colocaba una en el pelo con ambas manos sostenía otra en la comisura de los labios; la tapadera en forma de cola del pato de madera donde guardaba las agujas y el hilo y que durante tantos años lamentó haber perdido; una tarea de literatura copiada de una enciclopedia que se había quedado entre los expedientes del Tío Melih sobre el legendario pájaro Simurg, que vivía en el monte Kaf, y sobre las aventuras de aquellos que fueron en su busca; cabellos que se habían quedado en el cepillo de la Tía Suzan; una lista de la compra que había escrito para mí (atún en salazón, la revista Pantalla grande, gas para el mechero, chocolate con avellanas Bonibon); un dibujo de un árbol que había hecho con el Abuelo; un calcetín verde de los que vi en sus pies diecinueve años atrás mientras montaba en una bicicleta alquilada […]»


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