Los continuos casos de corrupción política que surgen a la palestra informativa día sí y día también son, por conocidas y reiteradas, una noticia que ya no asombra a nadie. De hecho, no es que no nos asombre, sino que, muchas de las veces, ante la magnitud astronómica del delito, parece que haya una cierta resignación por parte del pueblo. Posiblemente sea debido a que, en este país, históricamente, se han hecho muchas y muy gordas ( ver La corrupta historia de los coches llamados "Gracias Manolo"), y como "el que manda, manda", la gente ha optado por hacer la vista gorda y, si acaso, meter la mano ella también en la caja a la más mínima opción. Ello ha dado alas a los representantes políticos a creerse los reyes del mambo y a hacer lo que quieran sin tener que dar demasiadas explicaciones ante el pueblo que lo ha elegido. No obstante, no siempre ha sido así y, a parte del caso arquetípico de la Revolución Francesa, en que los Borbones perdieron la cabeza por un quítame-allá-esas-hambres, en España también ha habido reacciones airadas del populacho ante politiquillos con pocos escrúpulos. O si no, que se lo digan al regidor Tordesillas, para el cual ni todos los curas de Segovia le libraron de ser castigado por su pueblo.
Para encontrar el origen de esta historia, nos hemos de remontar al año 1504, cuando con la muerte de Isabel la Católica, Castilla se encuentra con un periodo de gran inestabilidad política fruto de la (a priori) incapacidad de asumir el mando por parte de la legítima heredera, su hija Juana la Loca. De esta forma, en un periodo de 12 años, se alternan por la máxima institución castellana Felipe el Hermoso -el marido de Juana-, el Cardenal Cisneros y Fernando el Católico -el viudo de Isabel- éste último empujado por las circunstancias, habida cuenta que él estaba por seguir sus políticas reproductivas para asegurar un heredero a la Corona de Aragón (aisss... ¡esa sacrosanta unidad de la patria!) ( ver Germana de Foix, cuando la unidad de España pendió de un espermatozoide ).
Así las cosas, en 1516, tras la muerte sin -nuevos- hijos de Fernando el Católico, el poder pasa al hijo de Juana la Loca, Carlos, que con 16 años y sin haber pisado la península Ibérica en su vida (se ha pasado toda su vida en Flandes), se encuentra heredando las dos coronas. De esta forma, cuando a finales de 1517, decide darse un garbeo por sus posesiones castellanas, se encuentra con un país totalmente desconocido del cual ignora todo, incluso el idioma (las clases recibidas no le aprovecharon mucho, era un crío ¿qué querías?). Obvia decir que la llegada del nuevo rey llenó de orgullo y satisfacción a toda la nobleza castellana y más cuando, al año siguiente, convoca cortes en Valladolid y enchufa a sus amigotes flamencos en todos los puestos de responsabilidad del reino de Castilla. El colmo fue la designación a dedo real de Guillermo de Croy como arzobispo de Toledo, no por nada, sino porque tenia tan solo 20 añitos. A la curia eclesiástica castellana, ávida de ascensos, se la llevaban los mengues y la cosa empezaba a estar calentita.
La olla acabó por hervir cuando, en 1519, Carlos I se encontró con posibilidades de ser emperador del Sacro Imperio Germánico y convertirse en Carlos V. El único inconveniente es que, un "negocio" para empezar necesita que le eches billetes... y ¿a quién se los pidió? A la corte castellana, efectivamente. Para ello, Carlos I convocó cortes en Santiago de Compostela para el 4 de abril de 1520, pero Castilla -en crisis desde 1504- estaba hasta el moño de tanto impuesto y no estaba dispuesta a pagar las veleidades imperiales de un rey totalmente ajeno. El rey, viendo que le podían dar más que lentejas dan por un euro, las desconvocó y las volvió a convocar para el 22 de abril en La Coruña pero, a poder ser, con los representantes más favorables a la corona que fuese posible -tonto no era el chiquillo. Pese a la oposición popular, los representantes a cortes de los diferentes pueblos y villas castellanas dieron el visto bueno y concedieron el capital que necesitaba el rey, el cual salió disparado (corre, que te quitan el Imperio) para Alemania el 20 de mayo de 1520. La "faena" ya estaba hecha, ahora el marrón quedaba para los regidores, que tendrían que explicar lo inexplicable a su pueblo. Y pintaban bastos.
En esta situación, el 29 de mayo, los representantes de El Espinar (Juan Vázquez) y de Segovia (Rodrigo de Tordesillas) estaban volviendo a casa -ambas villas distan una treintena de kilómetros- cuando les avisaron que las cosas estaban muy caldeaditas por Segovia y que mejor que Tordesillas no se acercase hasta que el populacho se calmase. Vázquez le ofreció su casa de El Espinar para pasar la noche, pero el segoviano, que estaba convencido de no haber hecho nada malo, declinó y se fue a su casa tranquilamente. El orgullo castellano, que no falte.
A la mañana siguiente, había convocada reunión de ayuntamiento en la iglesia de San Miguel y Rodrigo de Tordesillas, más chulo que un ocho, se vistió con sus mejores galas y se encaminó hacia la iglesia. En plena reunión, la muchedumbre, sabiendo de la presencia del regidor "traidor", aporrearon la puerta del templo pidiendo explicaciones. El cura, que ve que la gente no está para atender a demasiadas razones, avisa a Tordesillas de que no salga, el cual, pasando de todos los avisos y prevenciones, sale a la puerta dispuesto a leerles una carta explicativa.
Ni carta, ni gaitas. Tal como sale, le quitan el papel y le endiñan una soga al cuello. El regidor, envuelto por la muchedumbre que lo increpa, golpea y humilla, es arrastrado hasta la Cárcel Real para que sea allí encerrado por su proceder. Sin embargo, cuando llegan a las puertas de la prisión, los funcionarios reales se niegan a abrirlas, por lo que la turba, ante la imposibilidad de encarcelarlo deciden tirar por el camino más fácil y contundente: ¿Que no lo podemos encarcelar? ¡Pues lo ejecutamos!
El desdichado regidor, ya hecho un muñeco, es llevado hasta la plaza de Santa Eulalia, lugar habitual de los ajusticiamientos, no sin antes salirle al paso todos los curas de los conventos e iglesias de Segovia pidiendo clemencia en su nombre y rogando que lo soltasen. Incluso el hermano de Rodrigo de Tordesillas, que era el prior del convento de San Francisco salen a la calle a implorar misericordia por su vida. Tan solo la presencia de curas con el Santísimo Sacramento (el relicario con la hostia consagrada) y la petición de confesión para el reo permitió que la locura se parara por un momento y se le acercara un sacerdote. Sin embargo, poco duró la alegría en casa de Tordesillas, porque cuando el religioso le quitó la soga del cuello, la gente, temiendo que lo soltase, se lo arrancaron de las manos, le volvieron a poner el lazo al gañote y, esta vez arrastrándolo literalmente por el suelo, enfilaron hasta el patíbulo. Tordesillas vapuleado como un pelele ya no llegó vivo, pese a lo cual, la muchedumbre decidió ahorcarlo estuviese como estuviese. Y allí quedó.
La gente, presa de la rabia porque uno de sus representantes había hecho caso omiso a la voluntad popular ante una situación en la que era directa afectada, decidió tomarse la justicia por su mano y dar una lección al regidor díscolo. En principio solo pretendían encarcelar a Tordesillas, pero la impotencia por no poderlo hacer solo hizo que acrecentar la indignación, acabando con la vida del representante político segoviano. Hecho luctuoso e insensato que fue la espoleta para una revuelta popular armada contra el poder establecido, que durante dos años -pero cuyos ecos llegan hasta el día de hoy- fue un serio quebradero de cabeza para el recién coronado Carlos V: la revuelta de los Comuneros.
Ayer se pasaban, hoy no llegamos. ¿Qué tal un término medio?.