Diez menos diez de la mañana. Colegio Sagrado Corazón de Lorca, recinto electoral en este 25 de mayo, día de las elecciones europeas. Espero en la puerta la llegada de una candidata que vota allí, cuando aparece un llanero solitario, tocado de sombrero de ala ancha, que nos pregunta “dónde está el censo”. Un compañero le dice que las urnas están entrando, a la derecha. El tipo se va a la izquierda, quizá por una cierta descolocación, fruto posiblemente de una noche loca, empalmada con una mañana también licenciosa. Es posible que su particular celebración de la ‘décima’ se le fuera de las manos. Y que la luz del día le sorprendiera asido al penúltimo tercio de cerveza, a un petardo o vaya usted a saber. Emplea poco tiempo en ejercer su derecho ciudadano, sale del colegio con unos andares que me recuerdan al mejor John Wayne en ‘El hombre que mató a Liberty Valance’ y se encamina a concluir su particular jornada. Es entonces cuando me cuestiono hacia dónde habrá ido a parar el voto de este pichón, sumido como había dejado entrever en la más profunda abstracción metafísica. Si a la izquierda valenciana, a la derecha cañetera, al centro (si aún queda de eso o se extinguió como el tigre de Tasmania) o al club de los mediopensionistas. Nunca lo sabremos, pues el sufragio, ya se sabe, es tan secreto como personal e intransferible. Y es llegado el momento de recordar lo que solía decir un viejo cura de pueblo y sotana, tan sabio como amante del juego en el bar y fumador empedernido: “La democracia tiene el inconveniente de que 99 sabios puedan caer derrotados frente a 100 burros, por la simple causa de que estos últimos hayan obtenido un voto más”. No sé lo políticamente correcto que resultará ese pensamiento a fecha de hoy. Mas si algún casto de oídos lo prefiere, le dejo uno menos prosaico de Winston Churchill: sí, aquel de que la democracia era el peor sistema de gobierno diseñado por el hombre, con la excepción hecha de todos los demás.