Era Agosto. Habíamos quedado para cenar en una terraza Lina, Ángel, mi mujer y yo. Lina y Ángel habían propuesto invitar a una amiga que no lo estaba pasando muy bien. Amiga de Lina y Ángel. Mi mujer y yo no la conocíamos, pero nos pareció bien. No nos asusta conocer gente nueva y menos, si como en este caso, viene avalada por viejos y buenos amigos.
Llegamos todos puntuales. Se hicieron las presentaciones de rigor.
- Tere, Sergio: esta es Lola. Lola: Tere, Sergio.
- ¡Hola! Muac, muac. – Nos intercambiamos unos protocolarios besos.
No pude evitar fijarme en el brillo de sus ojos. Un brillo que parecía venir dado por un buen rato de llanto. La rojez de su nariz no desmentía esta primera impresión. Pero lógicamente, evité mencionar nada al respecto. Lina no nos había comentado en que consistía ese: "No lo está pasando muy bien" y un elemental sentido de la prudencia me hacía comportarme con más tacto del natural en mí. Si no hubiera estado de por medio ese comentario, hubiera buscado con toda seguridad la forma de preguntarle porqué había llorado. A veces, la información previa es un lastre.
Como es lógico, pedimos la cena y charlamos de manera convencional, es decir, superficial, sobre nuestros trabajos, aficiones, hijos, achaques, etc. En ningún momento, la conversación de Lola dio píe a intentar averiguar las causas de ese adivinado llanto.
Acabamos la cena y Lola fue la primera en despedirse. Las frases de rigor:
- Lo he pasado muy bien con vosotros. Ha sido una charla muy amena. Me encantará repetirla. Ya nos vemos.
- Venga, Lina tiene nuestros teléfonos, que te los pase y ya sabes: cualquier cosa que necesites, a tu disposición.
- Muac, muac. – Otro par de protocolarios besos y quedamos las dos parejas despidiendo a Lola con la mano.
Lo cierto es que Lola despertó mi curiosidad de un modo tal, que rehusé hacerle preguntas a Lina para saber más de ella.
¿Quién me compra esta paradoja?