Revista Opinión

El llanto adivinado (casi un epílogo)

Publicado el 22 septiembre 2011 por Miguelmerino

 

 
El hombre la mira, entre decepcionado y sorprendido.
- No me digas que es una fiesta de disfraces – dice.
-No.
Quim Monzó, No tengo qué ponerme, Ochenta y seis cuentos, Anagrama

 

Sergio se pone ante el espejo del lavamanos. Se toca la cara revisando el reciente afeitado. Repasa con la cuchilla una zona de la sotabarba que nota mal afeitada. Con la maquinilla eléctrica se recorta los pelillos de la nariz y de las orejas. Sí, a los cincuenta ya salen pelos en los sitios más recónditos y antiestéticos. Se aplica un poco de crema anti ojeras. No es que sea muy de cremas, pero le gusta cuidarse un poco, sin exageraciones equívocas. Un corrector de ojeras, alguna crema exfoliante, otra hidratante y poco más. Se pone un poco de gomina en los dedos y la aplica en el pelo, para darle un efecto de peinado descuidado. Lo tiene bien cortado y es fácil de dominar.

Sale del baño y empieza a decidir que ropa se va a poner. Coge unos calzoncillos y unos calcetines. Para eso no tiene que pensar mucho, tanto los calzoncillos como los calcetines son todos iguales. Los calzoncillos son unos boxes de Calvin Klein negros y los calcetines tipo ejecutivos, negros también. Siempre los compra igual, docenas de calzoncillos y de calcetines negros, todos iguales. A veces cambia la marca, pero nunca el color ni el modelo. Luego abre el armario por la parte de las camisas, elige una blanca de cuello  y puños duros. Descuelga un traje azul marino, con chaqueta tipo saco, de dos botones y una corbata de seda, de Cristhian Dior, en distintos tonos de azul. Abre la zapatera y elige unos zapatos negros con cordones y un poco de tacón, no mucho. Se viste y se echa un vistazo en el espejo de cuerpo entero de la alcoba. Le gusta lo que ve. Mantiene un buen tono físico, la barriga apenas incipiente y los músculos que aun llenan bien el traje. Se da un toque de Davidoff detrás de las orejas y en las muñecas, coge las llaves del coche y sale de la casa, no sin darse un último vistazo en el espejo mural de la entrada. Son apenas las nueve y media de la noche. Tiene tiempo de sobra y además, sabe, con absoluta certeza, que ella le esperará.

Pero nunca hay que hacer esperar a una dama.


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