Revista Libros
Una semana más y esto se acabó, para siempre, nos dijo el director que continuamente se lamentaba de nuestro parco entusiasmo. Lo que él no podía sospechar es que el para siempre se volvería en su contra cuando, precisamente aquel día, llegó al plató un telegrama de los Estudios Universal. Prescindimos por tanto de los servicios del Sr. Whale y para que conste, a los efectos oportunos, etecé, etecé.
Claro que antes de salir por la puerta de los perdedores, James Whale estaba obligado a terminar la película fuera como fuera si no quería ser demandado por la productora, que pese a su nombre, tenía el corazón del tamaño de una mosca.
En medio de aquel ambiente poco afortunado, se le exigía además el máximo de creatividad, como si ésta se pudiera comprar al por mayor en L.A. Rodar la última secuencia de aquella maldita película se convirtió para el director en una maldita e interminable obsesión.
La luna llena se ocultaba detrás de las nubes transparentes del verano. Siluetas de hombres agarrados a los rifles avanzaban por un camino iluminado por unas pocas antorchas. Detrás, un murmullo de gente armada de palos, cuchillos y horcas dirigía sus pasos hacia el bosque en busca de la bestia que había violado la paz de sus establos. La cámara se detiene sobre un niño que arrastrando a duras penas su pierna vaga, persigue a la muchedumbre. A lo lejos, gritos de victoria anuncian que la presa por fin ha sido apresada. Diez hombres han sido suficientes para sujetar al monstruo que se revuelve con fuerza. El cojito se abre paso y consigue colocarse frente a la criatura de Frankestein. En mitad de un sorprendente silencio, el niño alza su manita que recorre con ternura el rostro de la bestia provocando que una lágrima se deslice por la mejilla del contrahecho.
¡Corten! ¡Corten! ¡Boris! ¿Dime en qué páginas pone que en esta escena tienes que llorar? Porque he leído el guión cinco mil veces y no lo he visto por ninguna parte. El monstruo gruñe y sí, está algo meñancólico, pero de ahí a llorar... Escúchame Boris, tú cíñete al guión y nada de sorpresitas en el último minuto.
El actor dolido se defiende y habla de la carga poética y que… Pero oye, James, tú eres el jefe, si no te gusta, el director eres tú, dijo sacudiéndose los harapos como si le picara el orgullo.
¡Preparados! A ver por favor. Esos de allí. Sí, los que están jugando a las cartas ¡Qué estamos trabajando!
¡Silencio! ¡Claqueta!, y… ¡Acción!
Créeme, Boris lloró en las setenta y ocho tomas siguientes. No hubo manera de hacerle cambiar de opinión. Dijo que era una cuestión personal entre su personaje y él.
A la script le dio un ataque de ansiedad, y su amante, el director de fotografía reunió el coraje suficiente para telefonear a su mujer y pedirle el divorcio. Mientras tanto, el chiquillo cojitranco aprovechó y estuvo probando una y otra vez a hacer globos con el chicle. Las interrupciones acabaron también con la paciencia de los aldeanos que amenazaron con abandonar si no cobraban las horas extras. Te imaginas, ¿no? El caos. Por primera vez en su carrera, al borde de la desesperación, Whale prefirió darse por vencido y acabó dando por buena la escena. Aún hoy los críticos hablan de Frankestein como: "la más extraordinaria metáfora visual que sobre el alma humana ha logrado plasmar el cine". Quién iba a imaginarlo después de aquel rodaje tan accidentado del que muy pocos conocen lo que sucedió. Pero así es el cine. Una ironía tras otra. Tú, cariño, lo sabrás mejor que yo.
¿Qué por qué estaba yo allí? Una buena pregunta, le dije, y noté que se sentía halagada con el cumplido. No contesté enseguida. Unos segundos de espera, aumentan el interés de la respuesta en un ciento por ciento. Puro marketing. Levanté mi cuarto güisqui, muy seguro de que esa noche caería la presa en la trampa, me permití el lujo de recorrer lentamente cada palmo de aquella sirena rubia que tenía delante de mis ojos. Confieso que el alcohol me iba envalentonando cada vez más. La lujuria se insinuaba infinita, descendiendo por el escote de mi Marilyn con ínfulas de actriz. Ella quería algo de mí, y yo lo quería todo de ella. Había llegado el momento de enseñar mis cartas y supiera la suerte que tenía de estar acompañada de un tipo como yo. Sólo faltaba el pequeño detalle, y la tendría a mis pies sin remedio. Me acerqué a su oreja, aspiré su olor a hembra, y con mi mejor acento, le descubrí mi secreto: Yo era el chef du contrôle d'entrée de los estudios. Ya sabes, del equipo de producción ¿Otra copa, nena?