Existe en el cine de Martin Scorsese un proceder quirúrquijo, paciente, propio de un psicoanalista, con el que, a lo largo de su incuestionable carrera como director, ha desmenuzado las miserias de sus compatriotas. Si mirásemos su carrera de forma transversal, no lineal, podríamos trazar una línea que comenzaría con su relato sobre la prehistoria de su ciudad natal (Gangs of New York), y que, muy probablemente, acabaría con un poseído Leonardo di Caprio jaleando a sus empleados en la magistral El Lobo de Wall Street. Uno acaba preguntándose qué separa, realmente, a aquellas bandas que disputaban, a cuchillo, cada milímetro cuadrado de Nueva York, de los depredadores que, desde el mausoleo de las finanzas, arrollan todo lo que se les ponga por delante con tal de ganar un dólar más ¿Qué ha cambiado tras cien años? ¿Cuánto hay de los que construyeron la ciudad en el silencioso plano del agente del FBI que vuelve a casa saboreando la austeridad del metro?
Desde el rodaje de Malas Calles, Scorsese ha vivido obsesionado con retratar la cara B de Nueva York. Antes que un mágico plano de Times Square, al director de Toro Salvaje siempre le interesó más el perverso humo que sale de sus alcantarillas. No sería impensable pensar en el Travis Bickle de Taxi Driver entrando en la oficina de los snobs de El Lobo de Wall Street, ajustando cuentas y ejerciendo de justiciero por penúltima vez. Sobran los motivos. En los 70, la basura estaba en las calles, escondida entre prostitutas, yonkis y delincuentes. Rozando los 90, estaba -está- en la misma oficina donde alguien, vestido con traje de Armani, dice defender nuestro dinero. Y sigue acompañada de prostitutas, yonkis y delincuentes.
Hay mucho más que las obsesiones de Scorsese en El Lobo de Wall Street. Existe, ante todo, una brutal y apoteósica crónica del exceso desde el propio exceso. Empezando por la propia duración de la película -tres cortísimas horas-, todo en la película vive a lomos del desfase más radical. Una orgía continuada que podría llegar a ser parte del desenlace de El Perfume, de Patrick Süskind. Un retrato lacerante, cínico y demoledor del dinero como droga, en el que Leonardo di Caprio saca -empieza a ser habitual- un talento poderoso, sobrehumano, entregado, que vuelve a situarle, ya no sólo como el mejor actor de su generación, sino como uno de los mejores de la historia del cine. Uno siente ganas de unirse a sus discípulos e ir con él hasta el fin del Mundo. Hasta ese burdel sacado de Sodoma y Gomorra en que convierte su empresa, mientras mira al resto de los humanos con el desprecio de un Dios.
Scorsese dejó una extraña reflexión en Shutter Island. ¿puede ser que, mientras pensamos que todos se han vuelto locos, seamos nosotros los dementes? Es posible que El Lobo de Wall Street sea su epitafio sobre Nueva York. O sobre todo en general. Que esconda la locura de una generación que aún no se ha llegado a preguntar si camina realmente por el sendero de la cordura. Una aparente crónica de los orígenes de la actual crisis, pero también una pieza maestra de la esencia de su cine: la enésima mirada sobre una ciudad cada vez más cercana a la metafórica Gotham de Batman. Una ciudad fascinante, que integra y multiplica todas y cada una de las fantasías y horrores de nuestros días.