Vivimos en un mundo muy muy loco. Vivimos en un mundo donde una multinacional del entretenimiento (considerar a Paramount como una productora de cine sería muy reduccionista) le da a los señores Scorsese y DiCaprio 100 millones de dólares para hacer la película más antisistema de lo que llevamos de siglo XXI (no es que lleve la cuenta). Malacostumbrados como estamos últimamente a los biopics asépticos que glosan las bondades y superaciones humanas de grandes personajes de la historia, cuesta situar El lobo de Wall Street como lo que realmente es: el mayor ataque a la línea de flotación de todas nuestras expectativas morales acerca del bien y el mal en un sistema a todas luces corrupto y equivocado en cuanto a quién recompensar y condenar.
Con El lobo de Wall Street Martin Scorsese completa una especie de trilogía no oficial compuesta por Uno de los nuestros y Casino (merece la pena recordar que las tres están basadas en personajes reales) y mantiene una coherencia en el discurso que podemos remontar hasta Taxi driver: mientras que Travis Bickle veía un mundo sórdido y tomaba la violencia como única vía de escape, Jordan Belfort decide comerse, esnifar y follarse este mundo contemporáneo que le permite vivir una fiesta continua sin que ningún ser superior, ya sea Dios o el Estado, le haga pagar por sus pecados. Con ambos personajes Scorsese consigue que empaticemos, llegando a sentir ternura en ciertos momentos hacia ellos, para acto seguido pasar a plantearnos cómo podemos estar siendo partícipes de las salvajadas de estos tipos.
En la falta de juicio moral hacia el personaje radica una de las grandezas de El lobo de Wall Street, pero porque a quien le interesa a Scorsese atacar no es a un señor descerebrado que sólo se lo quiere pasar bien mientras estafa millones de dólares, sino al malévolo sistema que le ríe las gracias mientras condena a un honesto agente del FBI a volver a su casa en metro con los huevos sudados. Aquí está la gran contradicción de El lobo de Wall Street como producto cultural, artístico y de entretenimiento: esa misma compañía que se gasta cientos de millones de dólares en una película glosando las aventuras de un personaje a todas luces amoral, pone en la alfombra roja del estreno al protagonista de la misma, rindiéndole tributo, agradeciéndole los servicios prestados, mientras nosotros, el público, ríe a carcajadas durante tres horas. Pero, como decía, es el breve pero necesario personaje del agente para delitos a la hacienda pública maravillosamente encarnado por el pulcro Kyle Chandler el que nos da la verdadera dimensión de lo que es El lobo de Wall Street: la denuncia de un sistema corrupto del que todos formamos parte, desde el feroz ejecutivo de la Paramount que financia la película al inocente espectador que paga su entrada mientras consume ingentes cantidades de palomitas y ríe con la boca llena.
Enaltecer a estas alturas las bondades de Scorsese como cineasta o las de DiCaprio como actor puede parecer una obviedad, pero el obsceno derroche de talento que ambos artistas despliegan en El lobo de Wall Street es difícil de superar: mientras que el primero demuestra una envidiable vitalidad cinematográfica para un señor que lleva cincuenta años peleando con la industria del cine (a pesar de que últimamente nos estuviese entregando obras por debajo de sus estándares) y que no tiene tapujos (nunca los ha tenido) en mostrar el sexo, las drogas y la violencia como unos apartados más de la naturaleza humana; el segundo vuelve a enseñarnos que es el mejor actor de su generación y que no necesita disfrazarse ni ponerse pelucas raras para que lo consideremos un maestro de la interpretación. DiCaprio ya nos dejó el pasado año una interpretación memorable en Django desencadenado y lo vuelve a hacer con El lobo de Wall Street, en la que es sin duda su mejor papel hasta la fecha y su mejor colaboración con Scorsese.
Pocas veces había estado Scorsese tan cerca de la comedia y la sátira. De hecho sus dos únicos acercamientos al género son la agridulce El rey de la comedia y la disparatada Jo, ¡qué noche!, y a la vista de El lobo de Wall Street nos preguntamos por qué Martin no hace más comedia, aunque sea tan negra como esta. Ya no es que haya encontrado en DiCaprio la perfecta marioneta para el Grand Guignol desmadrado, vociferante y excesivo que es y debe ser El lobo de Wall Street, sino que la maravillosa fisicidad y sentido de la comedia de Jonah Hill sirve como complemento a lo que fue en su momento Joe Pesci: la visceralidad sin tapujos al servicio del personaje. Quién nos iba a decir que el gordo de Supersalidos acabaría siendo un habitual de los Oscars. Y sólo nos hace falta recordar su también memorable papel haciendo de sí mismo en la maravillosa Juerga hasta el fin.
Estoy seguro que El lobo de Wall Street es una película que irá ganando con los posteriores visionados, tal y como ha ido ocurriendo con las mencionadas Uno de los nuestros y Casino. Porque, sin que lo parezca, las tres hablan sobre nosotros, sobre la sociedad que estamos construyendo y que dejaremos a nuestros hijos: un mundo amoral, injusto y lleno de perversiones, pero divertido de ver como espectador. Todo un caudal de contradicciones que los señores Scorsese y DiCaprio nos vomitan en la cara.