Una colaboración de Iván La Cioppa para HRA.
El lobo, un animal orgulloso y salvaje, siempre ha estado en el centro de mitos y leyendas encarnando la naturaleza salvaje y ancestral de los pueblos primitivos que vivían en estrecho contacto con la naturaleza.
Como símbolo de fuerza, ferocidad e instinto depredador, pronto se convirtió en el animal sagrado del dios de la guerra, Marte que, y no es de extrañar, también era considerado dios de los rebaños y las cosechas, como lo demuestra una oración contenida en «De agri cultura» de Catón el Viejo.
Varios autores antiguos nos confirman el estrecho vínculo entre Marte y el lobo. Livio nos cuenta que en la Vía Apia había una estatua de Marte con lobos, y Virgilio en la Eneida se refiere al lobo con el nombre de «martius» mientras que Horacio habla de «martialis lupus».
Nacida de una comunidad de pastores y cazadores, Roma adoptó de inmediato al lobo como símbolo y animal sagrado, un estrecho vínculo que encontramos en la misma leyenda de la fundación de Roma donde Rómulo y Remo son hijos de Marte y son amamantados por una loba, enviada por el dios para ayudar a su propia descendencia. El mito quiere ante todo celebrar la grandeza del linaje de Roma que, además de ser hija de un dios, había "mamado" de la loba sus extraordinarias cualidades con las que Roma se identificaba, especialmente en el ámbito militar.
En los estandartes y escudos de muchas legiones y cohortes auxiliares, de hecho, aparecía la imagen del lobo como símbolo de su identidad y herencia. Los vélites en la época republicana, los «signiferi» y los músicos vestían una piel de lobo para congraciarse con el dios Marte y adquirir el gran poder de la fiera más querida por los romanos.
Una de las fiestas más famosas del calendario romano eran los «Lupercalia», que se desarrollaban en torno al mito del lobo y más precisamente al dios Fauno llamado Luperco, término que hacía referencia al lobo por su aspecto y naturaleza salvaje, indisolublemente unida a la potencia sexual que lo convertía en el dios de la fertilidad. Según otra tesis, el nombre hacía referencia a su papel como protector de las manadas de lobos depredadores. Según otras fuentes, Luperco era el nombre del lobo sagrado de Marte. De hecho, las diversas teorías podrían estar vinculadas por la creencia de que Fauno era nieto de Marte. También hay que decir que el ritual central de la fiesta se realizaba en el “Lupercale”, la cueva donde se cree que la loba había amamantado a Rómulo y Remo. Al final, todo gira en torno a la figura del lobo.
En el pensamiento romano, la idea que se tenía de este animal era muy peculiar. De hecho, era tan adorado como temido: cabe señalar que la figura del lobo también estaba vinculada al inframundo, como se puede observar en las urnas funerarias etruscas halladas en Perugia y Volterra, donde se esculpieron demonios con rasgos de lobo. El matiz negativo dependía de su papel de depredador: la sociedad pastoril y campesina lo veía como una amenaza para los rebaños. De ahí surgieron muchas creencias relacionadas con el "mal" del animal.
Es turbador el fragmento de las Geórgicas donde Virgilio describe el gran temor y el horror que despertaba el aullido de los lobos que, según Columela, sólo podían combatir perros fuertes y sanos. Esto nos lleva de vuelta a los «Lupercalia» donde precisamente un perro, enemigo tradicional del lobo, se sacrificaba al dios.
Plinio el Viejo, que dedicó un capítulo entero de su «Naturalis Historia» al lobo, recuerda una leyenda itálica según la cual quien mira a los ojos a un lobo pierde la voz y, por eso, cuando alguien se quedaba sin palabras, le decían «lupus est tibi visus» (has visto un lobo).
Ver un lobo también podía considerarse un buen presagio: como en el relato de Tito Livio de la batalla de Sentinum en 295 a.C. entre los Romanos y una coalición de Samnitas y Senones.
«Una cierva, perseguida por un lobo que la había obligado a escapar de las montañas, huyó por la llanura y corrió entre las dos hileras enfrentadas; de pronto el lobo y la cierva giraron en direcciones opuestas... el lobo hacia los romanos. Para el lobo se abrió un pasaje entre las filas, sin embargo la cierva fue muerta por los galos... La parte romana gritó: 'así la huida y la matanza han formado su curso, donde yace la bestia consagrada a Diana; de este lado el lobo, consagrado a Marte, ileso y sano, nos ha recordado la raza marciana y a nuestro Fundador» (Ab Urbe condita, X, 27).
Livio a menudo en su grandiosa obra historiográfica, menciona a un lobo merodeando por alguna ciudad y, según la situación, lo interpreta de una forma u otra.
Para Cicerón fue presagio de grandes calamidades cuando, durante una fuerte tormenta, un rayo cayó sobre la efigie de la loba amamantando a Rómulo y Remo.
Con el cristianismo se acentuó la acepción negativa del lobo, que representaba plenamente el paganismo que impregnaba Roma desde sus orígenes.
El instinto primordial, la voracidad, el apetito sexual, la fuerza eran, en efecto, características aborrecidas por la naciente religión que predicaba la templanza y el dominio de las pasiones. Con la afirmación del cristianismo en los niveles más altos de las clases dominantes se inició una campaña para eliminar a los lobos, perpetrando una auténtica masacre.
A pesar de todo, la figura del lobo permanece ligada aún hoy a la grandeza de Roma y sus orígenes legendarios, convirtiéndose también en un símbolo de arrojo y valentía en la sociedad moderna.
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