Revista Comunicación

El lóbrego ocaso de Zacaregui

Publicado el 14 agosto 2012 por Jackdaniels

Zacaregui echó los dientes en el barrio, como toda una generación que despanzurró las alpargatas de esparto de la infancia pateando un balón de badana en la explanada central, junto al cuartel de la Guardia Civil que velaba por la seguridad y el orden que imponía desde El Pardo un señor bajito y autoritario que ponía firme a todo dios con sólo hacer sonar su voz de flauta.
Era un niño más bien tímido, de aspecto paliducho y desangelado, despojado no se sabe por qué regla natural de la osadía innata de la niñez, y que siempre se caracterizó por poseer esa cualidad genérica tan poco común entre los mortales de su especie que es la parla. Cuando abría su piquito de oro, el resto de la pandilla se quedaba boquiabierto ipso facto, imantado por el campo magnético irresistible de la concatenación de sus palabras.
A lomos de ese caballo de batalla sonoro que emanaba de su boca con sólo proponérselo alcanzó la juventud y su etapa universitaria, en una época de revuelos en la que la dictadura ya casi cuadragenaria comenzaba su lenta y tortuosa agonía. En el barrio, donde pocos tuvieron la oportunidad de pisar otra universidad que no fuera la calle, Zacaregui se abrió un hueco en el corazón de sus vecinos a través de su labia incansable y conmovedora.
Poco a poco se convirtió en lo que por entonces el poder establecido denominaba como agitador social. Montaba reuniones vecinales donde se trataban los problemas legendarios de la barriada y que eran utilizadas sistemáticamente para dinamitar el régimen desde sus cimientos. Durante su transcurso, su verbo florido dibujaba ante los ojos incrédulos de los asistentes un magnífico trampantojo de libertad y derechos ciudadanos que sobrevendrían con el empuje de todos a través de la protesta pacífica. 
Eran tiempos de chaquetas de pana y botines baratos, de rock y canciones protesta que la juventud patria enarbolaba para exigir la llegada de un tiempo nuevo que pocos acertaban entonces a vislumbrar. Esa actividad y su tímida militancia en una organización sindical clandestina ocasionaron que Zacaregui visitase en más de una ocasión las lúgubres dependencias de la Brigada Político Social. Fue allí probablemente donde se forjaron el carácter espartano, la mirada aviesa y la inconfundible señal del hijoputa grabada a fuego vivo en las arrugas imperturbables de la frente que le marcarían para el resto de su vida.
Cuando desembarcó la democracia, ya formaba parte de un partido de izquierdas de toda la vida y, casi sin esfuerzo alguno, comenzó a ocupar cargos a medida que su formación iba alcanzando cuotas de poder mayores. Fue miembro de la primera corporación democrática de la ciudad, luego del primer parlamento autonómico de la comunidad y así transcurrieron los años, de poltrona en poltrona, acumulando cargos y caudales siempre a la sombra de los grandes prebostes que iban acaparando poder a medida que la democracia se asentaba.
El hecho de que allá por donde pasaba Zacaregui no volviera jamás a crecer la yerba no era impedimento para que, tras cada convocatoria electoral, le ofrecieran un nuevo puesto con el que acrecentar su ya legendaria fama de chupaculos del partido especializado el hacer política de tierra quemada donde le ordenase el propulsor de turno de su hacienda y futuro. Su especialidad se fue consolidando en ejercer de perro de presa contra aquellos ciudadanos que suponían un estorbo considerable a los intereses del partido que le daba de comer.
De tal modo fue así, que quien comenzó habitando una de las casas más humildes del barrio que lo vio crecer acabó viviendo en una mansión casi señorial señalada de manera permanente por el dedo acusador de sus vecinos y sus aspiraciones de cacique se vieron colmadas con la adquisición de la segunda vivienda en una pequeña localidad del levante murciano y de un barquito de pesca para el ocio y la complacencia de los autores del estatus del que gozaba.
Ahora Zacaregui vive con comodidad en su palacete de ensueño en su barrio de toda la vida. De aquella pléyade de amigos que pateaban con él los balones remendados de antaño ya no queda casi ni el recuerdo y pasea las calles atiborradas de azahar en primavera sin que nadie lo detenga para exponerle un problema o un queja. El viejo y atávico dirigente vecinal se ha convertido en un ser huraño y despreciado por todos que ya ni se reconoce en las vetustas aceras por las que transita.
Aunque ha sido desahuciado por los nuevos dirigentes de su formación política, todavía se le ve arrastrarse babeando por los pasillos de algún que otro congreso a ver si cae la breva de un nuevo cargo para continuar trepando. Pero Zacaregui pertenece a esa vieja escuela de políticos encuadrada en la férrea disciplina de la militancia clandestina de la dictadura y ya no encaja en los perfiles de los nuevos cuadros. Ha sido útil durante un tiempo para determinados encargos engorrosos y desagradables que ahora se afrontan de otra manera. 
Casi sin darse cuenta se ha convertido en un apestado, junto al que nadie significativo quiere salir en la foto, que se pudre a fuego lento en un solitario y oscuro despacho oficial de caridad en el que sus superiores esperan que cumpla su condena definitiva de jubilarse sin pena ni gloria. Tal vez por eso su mirada, esa que ningún vecino primigenio ahora reconoce, se ha convertido en una mezcolanza de rencor y ambición contenida que se torna un trasfondo saguinoliento donde se reflejan invertidos los ojos de los otros. 
Porque Zacaregui, como muchos otros de su calaña, aún no ha tenido bastante y todavía piensa que el partido es él y no el de esos nuevos jovenzuelos descarados que no saben ni de oídas lo que es correr delante de los grises. De ahí que cada tarde, con la puesta del sol, se le pueda ver asomado a su terraza colonial buscando en la lejanía, apartando los jirones de la nostalgia a manotazos, la vieja explanada de albero que ya no existe más que en su ajada memoria.

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