Basado en una historia real
Sí, así es, ese soy yo. Tres aseveraciones para tres grandes mentiras. En primer lugar, no es “la” sino “las”, son cuatro. En segundo las matas de cocos no existen: el cocotero no es una mata, es una palmera. Además, estoy perfectamente cuerdo.
Son ellos quienes han perdido el juicio. Y ni siquiera se percatan de ello. Claro, que puedo entenderles. Hace algún tiempo yo era también así, malgastando mi tiempo en borracheras en el bar de la esquina o persiguiendo malditos autobuses para llegar a mi cochino trabajo. En una vida así cómo no enloquecer, me pregunto. Los niños saben que los adultos están orates y los miran sin comprender. Cuando intentan entender la locura los contamina y terminan ellos mismos corriendo de un lado a otro sin sentido. Los viejos sabían lo que es estar locos y desaprovechan en nostalgias la oportunidad de vivir racionalmente. La locura regresa a ellos de forma esporádica, y nunca por mucho tiempo. Sus cuerpos están demasiado gastados para llevarle el paso.
Cuando la demencia es general es difícil percibir. El primer paso para curarse es aceptar la enfermedad, y son precisamente ellos quienes me dicen que lo acepte: mis antiguos amigos, y mi familia después. Los vecinos también, con un leve deseo que no lo hiciese para tener a alguien de quien burlarse. Y los de la clínica más tarde. A todos les dije que yo aceptaba que ellos estaban orates y les dejaba ser, así que debían hacer lo mismo por mí. Pero… ¿Quién puede hacer razonar a tantos desquiciados?
¿Quieren saber cuándo me di cuenta de mi enfermedad? Si me permiten debo hacer un poco de memoria. Creo que todo empezó un tempestuoso día de septiembre, de esos en que el viento sopla con fuerza y agita las copas de los árboles. O tal vez un poco antes. Definitivamente, comenzó cuando me hice cargo de la basura de mi traspatio.
Deshacerse de la madera de una vieja casa recién remodelada no es tarea sencilla, no señor. Mis economías se habían ido todas a los bolsillos de los constructores -quienes, por cierto, habían hecho un trabajo excelente. Pero el patio estaba aún lleno de las tablas podridas que antes habían sido mis podridas paredes. Como en otras ocasiones, romper con el pasado suele ser más molesto que doloroso.
Alguien me sugirió entonces que la forma más sencilla de deshacerme de ellas sería quemándolas, y no me pareció mala idea. Intenté hacerlo en mi propia tierra y por poco me cuesta el divorcio. El humo llenó cada rincón, apestando horriblemente y dando a mi hijo menor un ataque de asma. Por si fuese poco, tiznó la mampostería recién pintada y me obligó a dar cepillo y detergente por más de siete días. Entonces tuve la gran idea de incinerar al frente de la casa, bajo los cuatro cocoteros. Así que me armé de una lata de queroseno, un mazo de tablas y un encendedor y con la tácita aceptación de todos los de la zona fui adelante con mi plan.
No era la primera vez que se usaba aquel espacio como horno. Entre los cuatro troncos se extendía una capa de ceniza bastante gruesa, así que no sentí ningún remordimiento mientras arrojaba la madera a la pira funeraria de mi antigua casa. Las llamas, avivadas por el viento, lamían la corteza ora al norte, ora al sur. Y no pasó nada, así que desde aquel día montaba mi cocina de recuerdos todos los fines de semana.
Llegó entonces ese ventoso día de septiembre. No es que haya sucedido nada especial excepto mi accidente, pero a partir de él empecé a reflexionar. Estaba acomodando la basura para incendiarla cuando me cayó un coco en la cabeza.
Tampoco sé por qué la gente se empeña en llamarles “cocos” a las nueces de cocotero. Ni por qué se las relaciona con los monos. Yo nunca he visto a ninguno lograr partir una nuez, ni con los dientes ni contra una piedra. Si no me cree, inténtelo. Yo siempre tengo que usar mi machete. Pescar hormigas con una varita sí que lo he visto.
Además, ¿sabía usted que el cocotero es el árbol que más viaja en el mundo? Sus nueces son impermeables al agua salada y flotan perfectamente, así que pueden viajar miles de kilómetros para retoñar en cualquier playa nueva adonde lleguen. Es por eso que se les encuentra en casi todas las islas del planeta.
Y no fueron diseñadas originalmente para comer. Las fresas o las manzanas sí, porque mueven sus semillas en las heces de los animales. Pero dentro de la nuez de coco los nutrientes viajan para dar el alimento inicial a la planta. Como el huevo.
Y los loas me han contado que también son el puño de la palmera. Y que aquel día decidieron castigarme por mis ofensas.
Nunca llegué a perder el conocimiento por completo, excepto en el instante que la nuez me pegó en el cráneo. Después de cinco días de dolores de cabeza, náuseas y lágrimas de mi familia me anunciaron que había tenido suerte. O algo parecido a eso. No había fracturas ni derrames en el cráneo, aunque sí me había roto las primeras tres vértebras cervicales. El médico estaba maravillado de que no hubiese hecho algún movimiento brusco con el cuello camino al hospital: de ser así las astillas habrían seccionado la médula espinal y les estaría contando esta historia desde una silla de ruedas.
Los pronósticos no eran demasiado alentadores. Una recuperación larga, mucha fisioterapia y ninguna posibilidad de recuperar el movimiento habitual de la cabeza. Ya me veía usando ese armatoste que llaman minerva por lo que me quedase de vida, mientras mi ventana veía los meses pasar a través de las copas de los cocoteros. Me obsesioné pensando cuál de ellos había sido, cuál me lanzó aquella maldición que destruyó mi carrera de químico, sepultándola en un certificado médico por tiempo indefinido.
Una noche de diciembre, un año y algunos meses después del accidente, crucé el traspatio para preguntar a los cocoteros. La madera podrida, inmóvil durante todo aquel tiempo, se había convertido en humus terroso y se había quedado definitivamente en casa. Hacía frío, y las Navidades estaban próximas. El ruido de las pencas siseaba levemente una canción de una sola nota al viento. Apoyé la mano y le pregunté al tronco: “¿por qué?”
Los doctores se maravillaron por mi recuperación. En los tres meses que siguieron mis fracturas se replegaron y tres vértebras como salidas de un libro de anatomía ocuparon el lugar de las maltrechas. Recuperé todo el movimiento del cuello. Mis colegas de carrera se alegraron y planearon una fiesta de regreso. Y dicen que en ese momento perdí la razón.
¡Ja!
Dentro de los troncos de los cocoteros, frente a la que fue mi casa antes de que mi esposa la vendiese, viven cuatro loas. Cuatro espíritus. Nunca me dijeron sus nombres. Ellos me castigaron, y después me devolvieron la salud. Desde entonces vivo aquí, alimentándome de las nueces que me otorgan, de la cama que me brindan sus copas y del agua que me bendice día a día. La capa de ceniza ya no se engrosa entre los troncos que acaricio. Yo los protejo y ellos me cubren. Nadie arranca sus frutos sin permiso. A veces algunos hougans, sacerdotes buenos, me piden una nuez para reparar un daño. Si los loas lo aprueban se la doy. A los brujeros, o a los que quieren hacer mal a los cocoteros no. Ellos ni se acercan. Aunque uso mi machete para partir nueces, les intimido.
La semana pasada se ha mudado al vecindario un nuevo vecino, a la casa que antes era mía. En realidad no me importa- mi hogar es ahora más confortable, y no estoy loco como antes. Él sí. Apenas me vio me dijo que me largase del frente de su casa. Por las noches, desde la copa de mi cocotero, le veo deambular por las habitaciones sumido en su propio mar de alcohol y vida libertina, y siento pena por él. Tiene mucho dinero, y todos los del barrio quieren ganarse su amistad inexistente con elogios y mala conducta. Todos se muestran más agresivos contra mí. Antes me tenían por el loco de la mata de coco y me hacían el caso que merecía mi apodo. Algunos incluso me saludaban. Ahora todos me detestan, hasta los niños que antes venían a escuchar los patakines, las historias que me contaban los loas y que yo repetía. Me lanzan piedras, yo no hago nada. Los espíritus me dicen que no haga nada. Que para el que da mal, el suyo viene en camino. Me ofenden. Yo respondo con el silencio.
Ayer el nuevo vecino se asomó al portal y me gritó una obscenidad desdeñosa. Una hora después llegó una cuadrilla de áreas verdes y comenzó a preparar cuerdas y sierras. Aunque sabía para qué no me atreví a preguntar hasta que comenzaron a avanzar y llenar de lazos los troncos de los cocoteros. El jefe del equipo agitó un papel acuñado frente a mi cara, rio, y sin quitarse la mueca de los labios fue a tomarse un trago de la botella que mi nuevo vecino agitaba en el portal.
No podía permitir aquella irreverencia. A pesar de las voces de los loas trepé al tronco más cercano y con mi machete corté las cuerdas. Los obreros rezongaron y trataron de derribarme con palos y piedras que llevaban en su camión; pero me subí a lo alto donde ninguno podía alcanzarme y les respondí mostrando los puños desde las palmeras. Al principio traté de espantarlos, pero uno de ellos gritó a sus compañeros que me tumbaría con mata de cocos y todo y encendió su sierra. Yo no temía por mí, porque podía saltar de una copa a otra como muchas veces lo había hecho y no iba a caer. Pero el loa en el tronco moriría. Y eso no iba a pasar mientras yo estuviese allí para evitarlo.
Cuando el primero murió con el cráneo aplastado por (y como) una nuez los demás se dieron cuenta de que esto iba en serio. El vecino y el jefe corrieron a refugiarse de mi ira dentro de la casa, los obreros se alejaron todo lo que pudieron. El barrio entero se asomó a gritarme groserías, mientras yo gemía que nos dejasen en paz, que los espíritus no querían hacerle daño a nadie y que todo estaría bien si la brigada se iba. A la media hora llegó la policía y acordonó el área, pero yo no iba a permitirles que hiciesen nada contra mis palmeras y continué lanzando los puños. Tal vez fue en ese momento cuando comprendí qué eran los cocos para los monos. Sorbí en lo alto el aire, puro del aceite de motor de las sierras, y prometí que nada ni nadie me sacaría de mi improvisada fortaleza.
Al caer la noche, bien avanzada la madrugada, el sueño me rindió. Fue el cansancio, o aquella aguja emplumada que se clavó en mi muslo, lo que me hizo resbalar por la corteza, acunado por las antiguas canciones que los loas me tarareaban desde las copas movidas por el viento. Lo cierto es que desperté en una habitación blanca y lloré amargamente por mi estupidez y mi fracaso en la tarea sagrada de proteger los troncos.
Después vino el silencio.
Cuando me preguntaron los motivos por los que defendía aquellos cuatro cocoteros no respondí. Tampoco dije nada sobre mi accidente ni de los días que siguieron: mi exesposa y los furiosos vecinos del barrio se encargarían de ello, adornando la historia con recuerdos de agresiones inexistentes. Contarán sobre el celo con el que mantenía afilado mi machete, o les dirán de aquel niño que iba a escuchar mis historias y que desapareció después de una borrachera de su padre. Sí, me sorprendió que me preguntasen qué extraña trampa había preparado para que las cuatro matas de coco cayesen al unísono a la siguiente mañana sobre mi antigua casa haciéndola escombros.
Me acusan por el asesinato de mi rico vecino, pero yo no digo nada. Yo veo crecer en el patio de la clínica, esperanzado, los cuatro tiernos brotes que me regalaron los loas el día anterior a su venganza.
Ciertamente, el cocotero es el árbol que más viaja en el mundo.