Hace unas semanas tuvo lugar el Free Market Roadshow, organizado por el Austrian Economics Center en colaboración con el Instituto Juan de Mariana, que este año ejercía como organizador local. En el segundo de los paneles se abordó el tema de la tecnología y su impacto en el mercado presente y futuro. Uno de los invitados a la tertulia, José Luis Cordeiro, experto en robótica en la Singulary University de Sillicon Valley, explicaba que en los próximos 20 años iban a darse más cambios tecnológicos que en los anteriores 2000 años de historia humana. Casi nada.
Era divertido observar las caras de estupor de muchos de los asistentes ante semejante afirmación. Este miedo irracional de mucha gente ante el avance descontrolado de la ciencia recuerda a un cierto ludismo primitivo en el que los trabajadores dirigían su furia hacia las máquinas: les quitaban el trabajo. La generalizada actitud de rechazo hacia el progreso tecnológico no es sino el reflejo de un profundo desconocimiento del funcionamiento de la economía y del papel desempeñado por la ciencia en la misma.
No deja de ser curioso cómo los adalides del Progreso, aquellos a quienes se les llena la boca con el “hay que invertir en I+D”, constituyan muchas veces la principal barrera al desarrollo. El Estado, motivado por los más variopintos grupos de presión, parece haber iniciado una cruzada regulatoria frente a la tecnología, imponiendo constantes trabas legislativas que desincentivan la actividad empresarial más puntera y que son en última instancia las causantes de la posición “tecnofóbica” que exhibe nuestro país (véase la prohibición de Google News o Series.ly en España). Como afirmó la representante de Google España en la tertulia: “Pretende ganarse en los despachos lo que no consigue ganarse en el mercado”.
Es cierto que el desarrollo tecnológico elimina paulatinamente formas tradicionales de trabajo, pero estas son casi siempre las que implican tareas más rutinarias y poco cualificadas. Además, las oportunidades de nuevos empleos y fuentes de ingresos creadas por la tecnología son ingentes. Muchos campesinos perdieron su empleo en el campo como consecuencia del desarrollo de la maquinaria agrícola, pero la gran mayoría de ellos fueron absorbidos por la naciente industria. Cuando el período de apogeo industrial llegó a su ocaso, también por la introducción de una tecnología sustitutiva de empleos humanos en las cadenas de montaje, los ‘perjudicados’ por los cambios industriales encontraron refugio en el creciente sector servicios. ¿Qué nos hace pensar que el avance tecnológico actual no vaya a resultar de nuevo en un trasvase de trabajadores de un sector a otro, o en la creación de nuevos perfiles de trabajadores, adaptados a las exigencias del mundo actual y con conocimientos técnicos muy avanzados que hagan imposible su sustitución por máquinas?
Y es que, como sentenciaba Mario Bunge: se trata de “la ciencia por la ciencia”: el avance tecnológico no puede estar subordinado a los intereses de determinados sectores no productivos y poseedores de privilegios garantizados por el Estado, ya que de otra manera habríamos prohibido, por ejemplo, el consumo de petróleo o de otras fuentes de energía más eficientes y respetuosas por mantener el trabajo de los mineros del carbón y su participación en la economía del país. ¿Debemos demonizar start-ups como Uber porque harían que el trabajo de muchos taxistas se volviera innecesario, o por el contrario deberíamos promover el desarrollo de estas iniciativas que han permitido que sectores de la sociedad otrora marginales hayan podido acceder por primera vez al mercado laboral por el mero hecho de poseer un coche o una plaza de garaje? Para mí, la respuesta está clara: la posibilidad de obtener un trabajo más fácilmente para muchísimas personas bien merece la revisión del modelo de legislación laboral.
Podemos ir más allá y afirmar que el desarrollo tecnológico en forma de nuevas empresas puede suponer incluso la solución para algunos de los problemas económicos clásicos que antes suponían escollos insalvables. Volviendo a Uber, esta empresa ha permitido acabar con la asimetría de información que existía entre el consumidor de los servicios de transporte y los oferentes de estos servicios, hecho que constituía el late motiv de la concesión de licencias públicas al sector del taxi. Asimismo, todas aquellas apps que favorecen un uso alternativo de los medios de transporte contribuyen en última instancia a la mejora medioambiental en las grandes ciudades, hecho acuciante en la actualidad. En definitiva, la capacidad transformadora que puede suponer la introducción de nuevos participantes en los mercados tradicionales es incalculable.
Es precisamente esta incapacidad para predecir y determinar de forma centralizada el impacto que la tecnología tendrá en el desarrollo de los distintos segmentos del mercado otra razón en sí misma para atacar la asunción por parte del Estado de la labor ‘protectora’ de los trabajadores. Esta intervención pública es, de nuevo, la causante de que los avances técnicos no puedan ser llevados hasta su última expresión y así favorecer la adhesión de diversos sectores a la corriente transformadora, solo por la errónea atribución por parte del aparato estatal del papel de determinar qué es bueno para la estructura productiva del país y qué no, siendo imposible establecer este criterio de forma objetiva y a priori. Como puede apreciarse en el caso de las compañías aéreas low-cost, cuando una nueva empresa aprovecha una ventaja comparativa, solo goza de un periodo relativamente breve de hegemonía ya que, de tratarse de un mercado libre, pronto emergerán nuevos competidores atraídos por las nuevas oportunidades de negocio y sustentados en la imitación de la fórmula de éxito de la firma pionera. Por supuesto, esta libre competencia se traducirá en unos incentivos constantes por mantener la posición obtenida, lo que implicará la mejora de los servicios ofrecidos por las diversas empresas, ante la amenaza de ser expulsadas del mercado. Y no solo eso: el surgimiento de una nueva fuente de ingresos promueve también la aparición de actividades paralelas y complementarias al calor de la actividad económica principal (en el caso de las compañías low-cost, la expansión de comparadores de vuelos, buscadores de hoteles, etc.).
En conclusión, es indudable que a corto plazo el avance tecnológico puede generar ganadores y perdedores, pero basta con echar la vista atrás y comprobar cómo el progreso científico ha permitido aumentos en la productividad nunca vistos anteriormente y ha elevado la calidad de vida de gran parte de la población mundial a cotas altísimas. Hagamos un esfuerzo y no temamos al progreso; el resultado de hacerlo, más que tranquilizador, será nefasto.