Por Vincenzo Basile y Yohan González Duany
El 25 de noviembre quedará como fecha de muerte, pero también de nacimiento, dentro del calendario de la vida de Fidel Castro. Sesenta años antes de su muerte, el mismo día, el Yate Granma zarpaba del puerto mexicano de Tuxpan con rumbo a Cuba. Embarcaron en él 82 hombres, Fidel uno de ellos. Aquel día nació el guerrillero rebelde.
Fidel ha muerto sin ser derrocado. Hasta sus más férreos enemigos han tenido que reconocerlo. Muere convertido en mito e historia. Con él, parte lo último del siglo XX.
Estadista carismático, gobernante maquiavélico, emblema del romanticismo revolucionario, desafiador de poderes, despertador de ensueños; la personalidad de Fidel es, con toda probabilidad, una de las más polémicas de las últimas décadas. Convertido en uno de los líderes más carismáticos de América Latina, no es casual que muchas personas a nivel mundial confundan su nombre con Cuba. Durante los casi sesenta últimos años de historia nacional, fue el líder indiscutible.
Fidel no se entendería sin hablar de su tiempo, sin el pasado neocolonial, sin el diferendo con los Estados Unidos. Convertido en paradigma de la lucha antimperialista y en pro de la soberanía nacional, le correspondió hacer frente a la alargada sombra imperial de los Estados Unidos sobre Cuba y los demás pueblos de América Latina y el Caribe. El peligro existía y no puede ser olvidado. Dictaduras asesinas de derecha, golpes de Estado financiados por las oligarquías, un mundo bipolar a punto a estallar en conflictos nucleares. Y en medio de todo ello, Cuba y Fidel. No se explicarían sus luces y sus sombras como líder sin esa etapa. Hacerlo, sería emitir un juicio incompleto y parcializado.
El Fidel popular de la Reforma Agraria, las nacionalizaciones y la Campaña de Alfabetización, el estratega de Girón, el carísmático de la Revolución socialista, el aventurero de las gestas internacionalistas; no se podrían entender sin analizar su tiempo y la influencia de este en en él. Pero también el arrogante que impuso su movimiento por encima de otros, el implacable que aprobó los fusilamientos, el autoritario del Partido único y la crítica anulada o el vehemente promotor de la economía centralizada. Todas fueron fascetas de una personalidad poliédrica que actuó, vale la pena la cita, con sentido del momento histórico que le tocó vivir. Fueron las decisiones de un estratega, de un líder que consideró que aquellas eran las formas de garantizar la independencia y la continuidad de la Revolución frente al escenario de plaza sitiada.
No fue un dios, era de carne y hueso, un ser humano. Y como tal, cometió errores. Tuvo sombras, intolerancias, prejuicios y actitudes que, unidas al poder político incuestionable, tomaron forma de degeneraciones totalmente inconciliables con el discurso libertario y esperanzador que encarnó. Mucho tuvo que ver su concepción personal de país. Lo cierto es que se generó dolor, incomprensión, injusticias y cicatrices, muchas aún no reparadas. Quizás hubo demasiada crítica y poca autocrítica y perdón. Pero todo ello forma parte de su historia, de su legado. Y ahora, tras su muerte, toca reflexionar y aprender como forma de superar y no olvidar.
En el plano internacional, quizás el mérito mayor de Fidel haya sido haberle otorgado una dimensión superior a un pequeño archipiélago caribeño que el fatalismo geográfico parecía haber condenado a terminar absorbido o perennemente intervenido por el Gigante de las Siete Leguas del que Martí advertiría. No hay dudas de su condición de ícono de la soberanía nacional y la autodeterminación de los pueblos. Un líder indiscutible del tercermundismo y el altermundismo. El político que podía pasar horas hablando ante la Asamblea General de la ONU sin que nadie se atreviese a detenerlo. El hombre que no perdió la oportunidad de alertar contra los efectos en la Humanidad de la contaminación y el destrozo medioambiental.
Más allá de las acciones de su vida, el nombre de Fidel queda entre los grandes personajes históricos. Detrás de sí deja una herencia simbólica en el imaginario mundial que difícilmente encontrará iguales. Tras su mortalidad, llega un simbolismo, casi mitológico, que quizás no permita separar la verdad del invento, capaz de otorgarle un aspecto místico y legendario, convertido en algo trascendental, superador de las ideas y las fronteras nacionales.
Indiscutible luchador, incluso contra sí mismo. El mito y la historia deberán garantizar que su personalidad pueda ser estudiada y analizada en plenitud. Serán las nuevas generaciones quienes lo analicen y lo juzgen, que sean capaces de separar el estadista pragmático del ser rebelde e irreverente. El éxito, dependerá, de que su historia, su tiempo y su humanidad se cuenten libres de dogmas y maniqueísmos.
Lo cierto es que, convertido ya igual que todo lo demás, Fidel deja un país muy diferente del que encontró al llegar al poder en 1959. El empeño transformador no debería morir con él. Tocará hacer más Revolución, salvando todos los logros, fruto de la voluntad de un país entero, corrigiendo los errores, cicatrizando las heridas y superando las contradicciones. Después de Fidel, Cuba ya no será la misma.
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