Revista África
(JCR)
En la misa de este domingo en la parroquia de Obo (República Centroafricana) me encuentro con más niños que adultos. El pertenecer a una mayoría siempre tiene ventajas y hace que uno tenga poder, incluso cuando es niño y en todos los ambientes, Iglesia incluida. Hacía tiempo que no caía en la cuenta.No sé si a ustedes les pasa, pero en España -y me imagino que en muchos otros países europeos- entra uno en una iglesia un domingo con dos criaturas y basta que una de ellas , o más a menudo las dos a la vez, levante la voz, lloriquee o le dé por no estarse quieto para que inmediatamente los padres nos encontremos con varios pares de ojos vueltos hacia nosotros expresando, por ponerlo de forma suave, un cierto malestar. Durante los últimos cuatro años mi mujer y yo vamos a misa en distintos lugares de culto y encontrar un sitio donde uno pueda sentirse tranquilo con niños pequeños no es fácil. Cuando miras a tu alrededor y ves que eres el único que ha entrado en la mensaje del que dijo “dejad que los niños se acerquen a mí”.
Estando así las cosas, me pregunto cómo nos extrañamos después de que a los jóvenes les iglesia con pequeños llegas incluso a sentirte fuera de lugar, y en ocasiones tienes que hacer un gran esfuerzo para convencerte de que allí está presente y se predica el falte una formación cristiana si los padres tenemos miedo de llevarles a la iglesia con nosotros cuando aún son pequeños.
Y no se trata sólo de las iglesias, sino de autobuses, trenes, vagones del metro y cualquier lugar público, sin mencionar lugares como algunos restaurantes o incluso colonias de apartamentos donde no se admiten niños e incluso este particular se dice abiertamente para que nadie se llame a engaño. Lo peor del caso es que el fenómeno parece aceptarse sin mayores problemas, y uno se imagina que pasaría, por ejemplo, si en un lugar público se dijera que no se acepta la entrada de homosexuales, magrebíes, discapacitados o mujeres, por poner ejemplos sacados al azar y sin ningún ánimo de ofender a nadie. Con los niños es distinto. Se asume que sus reacciones pueden causar molestias y se envían mensajes varios para que, por lo menos, quien quiera presentarse en público con ellos caiga en la cuenta de que no son exactamente bienvenidos porque los críos son un incordio, y basta. Mucho me temo que comportamientos así tienen que ver con esa mentalidad anti-natalidad que se ha instalado en una buena parte de la cultura occidental moderna.
Pero yo escribo estas líneas desde el África profunda y aquí las cosas son distintas. Hoy en misa en este lugar perdido en la selva los niños eran mayoría y la ceremonia se desarrolló entre lloriqueos, mamás dando la teta y niños que están inquietos, como es su obligación. Y no pude evitar echarme a reír cuando, después de la comunión, el catequista leyó algo en lengua Sango que naturalmente yo no entendí y un murmullo de desaprobación recorrió los bancos de los adultos. Inmediatamente los niños, colocados en las primeras filas, se volvieron al unísono y los perforaron con sus miradas como diciéndoles “a ver si aprendéis a comportaros, que estamos en misa!”
Y es que cada ven que entro en una iglesia en Madrid y a mi crío de tres años le da por decir en voz alta que “Jesús está malito en la cruz y su mamá se le quiere llevar a casa para curarle la pupa” o cualquier cosa por el estilo, y veo a algún adulto volverse como si se hubiera sentado encima de un cojín de chinchetas, me dan ganas de invitarle a que se venga a África una temporada y acuda, durante varios meses, a misas de dos o tres horas llenas de cientos de mocosos, a ver si se le pasa.