«Las fronteras, esas líneas con las que tratamos de marcar lo que consideramos nuestro —y agruparnos con quienes consideramos de los nuestros—, siguen siendo las principales causantes de las guerras. Empleamos grandes recursos en defenderlas y ampliarlas. Rara vez aceptamos su demarcación. Miramos con nostalgia a épocas en las que nos eran más favorables y desempolvamos viejos tratados para pedir que sean alteradas en nuestro beneficio. Y creamos nuevas. Geográficas. Ideológicas. Religiosas. O étnicas. Pero entre todas ellas solo una permanece invariable tal como la describió Solzhenitsyn en Archipiélago Gulag: la línea divisoria que separa el bien del mal en las personas y que el escritor ruso creía que no pasaba a través de los estados, ni de las clases sociales, ni tampoco entre los partidos políticos o las ideologías, «sino directamente a través de cada corazón humano». Para evitar cruzar esa frontera interior que nos separa de lo peor de nosotros mismos hemos levantado un muro construido a base de cultura, sociedad civil, educación y leyes. Cuando alguno o varios de esos elementos se debilitan, si la defensa cede, en Phnom Penh o Berlín, Kigali o Sarajevo, el cartero que repartía el correo puede transformarse en el francotirador apostado en la azotea, el vecino de toda la vida en nuestro verdugo, el profesor universitario en propagandista del exterminio y el guerrillero con causa en un asesino en serie».
Porque la frontera entre el bien y el mal es frágil, mutable, no está señalizada. Hay quienes piensan que esa frontera está entre ellos y los otros cuando en realidad esa frontera habita en cada uno de nosotros. Se equivocan, por tanto. Aun así, «hay algo envidiable en los adultos que siguen dividiendo su mundo en buenos y malos: todo debe ser más fácil así. Su partido político es bueno. El de los otros, malo. Su equipo de fútbol es el mejor. Al rival le ayudan los árbitros. La maldad es cosa de otros países, otros líderes, otras gentes. Pueden despojarlo todo de matices y zanjar una discusión sobre el conflicto palestino, la eutanasia o la (in) existencia de Dios con una frase. Y, sin embargo, a mí», nos dice el autor del libro que os traigo hoy, «me ocurre lo contrario: cuanto más viajo, más experiencias acumulo y más mayor me hago, más me cuesta distinguir entre buenos y malos. Si me preguntan qué he aprendido en todos estos años, en la guerra, la revolución o el desastre natural, diría que somos bruma. Nunca todo claridad, rara vez completa oscuridad».
A un ejemplo de claroscuro responde el nombre de Velupillai Prabhakaran. Tal nombre no nos dice nada salvo que conozcamos «la historia reciente de Sri Lanka, esa isla que aparece en el mapa como una lágrima caída del rostro de la India. Prabhakaran lidera a los rebeldes en un conflicto que lo tiene todo para ser dividido entre buenos y malos: una minoría oprimida de tamiles que se levanta en los años 70 para luchar por sus derechos frente a la mayoría cingalesa. El comandante de tan noble propósito aspira a pasar a la historia como el Che Guevara de Oriente. ¿El problema? Al idealismo del guerrillero argentino suma la perversidad de Idi Amin, la falta de compasión por la vida ajena de Osama Bin Laden y el fanatismo ideológico de Mao Zedong. Es posible que su causa sea justa, y sin duda los tamiles han sido discriminados en Sri Lanka durante mucho tiempo, pero es difícil simpatizar con ella cuando está en manos de un tipo que entrena a jóvenes adolescentes para que se vuelen por los aires en misiones suicidas. Un reportero con el idealismo intacto podría venir a cubrir este conflicto con una idea clara de quiénes son los buenos y quiénes los malos, quiénes los agresores y quiénes las víctimas. Pero si hace bien su trabajo, indagando más allá de la propaganda, los partes militares de unos y los lemas revolucionarios de otros, si se esfuerza por mirar más allá, lo más probable es que termine perdido en la más espesa de las brumas. La bruma de la guerra». La bruma que vuelve difusas las fronteras.Jungla Blanca es la traducción al español del jemer del nombre de la prisión camboyana de Prey Sar. Es un nombre que «define a la perfección la Camboya posterior al genocidio y la guerra civil: un lugar sin ley, donde mercenarios, criminales y pederastas, muchos de ellos llegados de Occidente, podían dar rienda suelta a sus peores instintos, aprovechándose de la desaparición de la estructura familiar y social de un país roto. Lo que hacía más incomprensible el comportamiento de quienes llegaban con intención de abusar de su infancia era que ninguno de ellos había vivido los horrores del genocidio o la guerra, la pobreza o la exclusión que podrían haber trastocado su capacidad para diferenciar el bien del mal. ¿Cuál era su excusa? ¿Qué llevaba a un empresario de Manchester, un pensionista de Kansas o un modélico profesor de escuela australiano a recorrer miles de kilómetros de distancia con la intención de violar a los menores de otro país?» Son preguntas para las que ni se nos ocurre ni pretendemos aventurar respuesta alguna. Lo único que tal vez podríamos aducir es la impunidad con la que se pueden cometer determinados delitos en determinados lugares. En países como Camboya, hasta que a finales de los años noventa la actitud de las autoridades comenzó a cambiar gracias a la presión de las ONGs, violar a niños salía gratis. Pero esto solo explicaría el cruce de fronteras físicas y no el de las morales. La pederastia es un delito tan execrable que aquellos que lo cometen son repudiados por sus familias. Igualmente, los gobiernos de sus países, que tantos esfuerzos suelen hacer para extraditar a aquellos de sus ciudadanos que cumplen condena en cárceles de países extranjeros, se inhiben en estos casos. Los mismos pederastas que cumplen condena en Prey Sar se evitan entre ellos. «Ver a otras personas como nosotros nos recuerda lo que somos, es como mirarse al espejo. No te gusta lo que ves», le confiesa uno de ellos a David Jiménez, el autor de este libro, que visitó a algunos de estos presos en la prisión camboyana. Otro de los presos con los que se entrevista responde con la voz rota al ser preguntado por sus víctimas que él no es «un criminal, sino un enfermo, y a los que tenemos mi enfermedad no nos ofrecen un tratamiento, simplemente nos desprecian y arrinconan. No quiero que me saquen de aquí porque solo conmigo dentro los niños están seguros fuera. Estoy enfermo, ¿entiende? No me veo capaz de controlar mis actos. No hay salida para alguien como yo». Jiménez se entrevista con este preso en la habitación de la izquierda de las dos de la que consta la sección de visitas de la prisión. Es más oscura y sucia que la de la derecha y además el preso y la visita están separados por rejas, lo que dificulta tanto la visión como la conversación. «Al igual que sucede con el genocida o el terrorista», reflexiona David Jiménez a tenor de su entrevista con ese preso, «el delito de pederastia nos aborrece demasiado para aceptar que ha sido cometido por una persona. Y, sin embargo, el preso que tengo frente a mí habla como una persona, llora como una persona y pide ayuda como una persona. No quieres concederle esa condición. Si lo hicieras, es posible que sintieras compasión. ¿No estarías entonces disminuyendo la gravedad de sus actos? Mientras habla, haces un esfuerzo por recordar a sus víctimas. Te repites que solo él es responsable de su rechazo y los años de cárcel que le esperan. Agradeces que te hayan dado la habitación de la izquierda: te separa de él, evita que tengas que mirarle a los ojos y te muestra, a través del enrejado, a una persona deformada. Y es así, frente a un rostro distorsionado, como te convences de que es un monstruo. Que no tiene nada que ver contigo». Que es un ser perdido en una bruma que a ti nunca te va a envolver.
Fotografías de víctimas de los Jemeres rojos expuestas en el Museo del Genocidio de Phnom Penh, en Camboya
Fotografía de Gerd Eichmann bajo licencia CC BY-SA 4.0
La de la isla de Palawan, en Filipinas, es, en cambio, una prisión sin fronteras. Es una cárcel sin barrotes. La prisión data del siglo XIX y la idea de convertir la isla en un penal fue de los españoles. «Entonces era un viaje sin retorno, donde a la pena de cárcel se unía la del olvido. La idea, hoy, es precisamente la contraria: reinsertar a los presos dejándoles probar la libertad antes de que puedan disfrutarla». Los españoles eligieron el lugar porque, aunque invisibles, la isla sí tenía barrotes. Con el mar del Sur de China a un lado y selvas infectadas de malaria al otro, los opositores al poder colonial español no tenían a dónde huir. En cambio, en la actualidad sería relativamente sencillo salir de la isla «Y, sin embargo, casi nadie lo intenta». «Cuanta más responsabilidad le das a un recluso, menos es el riesgo de que quiera escapar». Además, ¿adónde irían? La mayoría de ellos no han conocido un lugar mejor. Si solo se conocen los delitos que han cometido es fácil pensar que merecen su condena, pero si profundizas en cualquiera de ellos y «atiendes al relato completo de su vida, lo que pasó hasta el momento de apretar el gatillo, los abusos de un padre alcohólico y el abandono durante años en las calles de Manila, los encierros y las palizas en los calabozos de la policía, las noches esnifando pegamento para matar el hambre, si te paras a pensar en cómo la sociedad le falló mucho antes de que él fallara a la sociedad, entonces te preguntas si la responsabilidad de su crimen no es compartida». La mayoría de ellos, antes de ingresar en una prisión de adultos, habían pasado por el Centro de Juventud y Acogida de Manila, un lugar que David Jiménez había visitado en un viaje previo a Filipinas. De esa visita recuerda especialmente cómo la directora del centro enseñaba orgullosa «el televisor que había instalado en el pasillo como prueba de que se estaban respetando los derechos de la infancia. Los pequeños alargaban el cuello desde sus celdas para ver entre los huecos de los barrotes los coches de lujo, las grandes mansiones y la vida de ensueño de la élite en Filipinas, representada en un culebrón matutino. —La televisión les mantiene entretenidos y evita peleas —dijo la funcionaria. Las autoridades filipinas no habían hecho nada por controlar la natalidad del país —el 40% de los recién nacidos pasaba a engrosar la lista de pobres—, mejorar el arruinado sistema educativo o reformar una legislación que permitía que niños a partir de los seis años fueran encerrados en prisiones junto a violadores, asesinos y criminales. Los políticos llevaban décadas robando todo lo que podían y los oligopolios bloqueando cualquier reforma que diluyera la concentración de la riqueza, en manos de un centenar de clanes. La infancia del país había sido completamente abandonada en una crisis agravada por el hecho de que ocho millones de filipinos habían emigrado en busca de trabajo, a menudo dejando a sus hijos detrás. La directora del centro no negaba que todo eso fuera verdad, pero ahí estaba al menos ese televisor para demostrar que todavía había algo que igualaba a los filipinos. Una pantalla que lo mismo podía adornar los salones de los apartamentos de lujo de Makati, las chabolas sin agua corriente de la barriada de Tondo o las paredes mugrientas del Centro de Juventud y Acogida».
El día en que la televisión llegó a Bután David Jiménez también estuvo presente. Fue en junio de 1999. Regresó al país años después. «Quizá hay lugares a los que no se debería volver», reflexiona al comparar el Bután que recuerda y el que se encuentra tiempo después. «Los visitaste tiempo atrás, guardas un recuerdo de cómo eran, de cómo eras tú cuando estuviste en ellos, y al regresar te das cuenta de que todo ha cambiado. El lugar. Tú. La nostalgia es una pésima compañera de viaje. Te distrae de lo nuevo. Te arrastra a lo conocido. Y una vez allí te susurra con malicia: «¿Te das cuenta? Nada permanece»». Y, efectivamente, pocas cosas del viejo Bután permanecen en el nuevo. Sin duda, la televisión ha transformado la vida de los butaneses y a los propios butaneses. Muchos dirán —especialmente los más viejos del lugar— que los cambios han sido a peor. Cierto es que ha habido una pérdida. No menos cierto es que la ganancia, aunque en ocasiones superflua, ha sido importante. «Que a mí me gustara más el Bután de mi primera visita», claudica Jiménez, «era irrelevante. No podía esperar que no cambiara para que el puñado de extranjeros que venía cada año abriera la boca de asombro y se llevara estupendas historias que contar a su regreso. La modernidad se lleva parte de la inocencia de los lugares pero, a cambio, ¿no trae más desarrollo, mejores hospitales, gente más educada y nuevas oportunidades?»
Prisión y granja penal de Iwahi, en Puerto Princesa, Palawan, Filipinas. Fotografía de Hbalairos bajo licencia CC BY-SA 3.0.
Es tentador soñar con alzar una frontera alrededor de los lugares hermosos y preservarlos así del paso del tiempo, protegerlos de la nociva influencia de otros lugares lejanos de los que paradójicamente proceden aquellos que así sueñan, aunque en algunos casos se sea consciente de «que si todo sigue como lo dejaste la última vez, si el tiempo se ha detenido y cualquier carretera que cojas terminará en el fin del mundo, no es por la determinación de sus gentes por mantener su identidad, como ocurrió durante siglos con los pueblos del Himalaya, sino por el aislamiento que sufren a punta de pistola» ciudadanos como los del Rangún de finales de los años noventa al que David Jiménez acudió a realizar un trabajo que «consiste en lo que el fotógrafo Enrique Meneses describió como «ir, ver, oír, volver y contar»». David Jiménez no es viajero pero podría serlo o, mejor dicho, David Jiménez, además de periodista (o, mejor dicho, por ser periodista), también es viajero, y «al viajero no le gustan las carreteras asfaltadas, las visitas guiadas o los aeropuertos con perfumerías libres de impuestos. Poco a poco» —en un mundo cada vez más globalizado y homogéneo— «sus opciones se van reduciendo hasta que se da cuenta de que encontrar el fin del mundo requiere buscar alternativas que quizá sí aparecen en las guías, e incluso en las recomendaciones de las embajadas, pero en la sección de alertas de viaje. Lugares azotados por la guerra, el desastre o la tiranía, allí donde nadie quiere ir».
Allí donde nadie quiere ir fue David Jiménez y por eso estuvo en lugares como Cachemira. «La India y Pakistán, dos potencias nucleares e irreconciliables, se [la] disputan [...] desde la partición del subcontinente en 1947. La Línea de Control establece a lo largo de 740 kilómetros qué metro cuadrado pertenece a cada uno. En qué vera del río pueden beber aquellos o estos aldeanos. Qué ladera de la montaña es nuestra o suya. La distancia entre los contendientes es tan pequeña que en algunos puntos los soldados pueden ver qué está desayunando el enemigo. Y se dan cuenta de que es lo mismo. Porque aunque no quieran reconocerlo, son hermanos. Con similares tradiciones y una historia común. A menudo, con familia a ambos lados de esa línea invisible e inviolable, la frontera. Dos aldeas, una en la parte india de Cachemira y la otra en la pakistaní. Las separan 300 metros. Bastaría caminar cinco minutos para recorrer la distancia a pie. Pero si quisiera ir de una a otra tendría que volver sobre mis pasos, coger un avión de Srinagar a Delhi, ir a un tercer país, volar desde allí a Pakistán y recorrer cientos de kilómetros a través de remotas montañas para llegar a mi destino. Aunque todavía no lo sé, dentro de unos años voy a volver a Cachemira, al lado pakistaní, para cubrir el terremoto que en 2005 matará a decenas de miles de personas, destruirá aldeas y cortará carreteras, impidiendo la distribución de ayuda a lugares de difícil acceso. Algunos pueblos reducidos a escombros junto a la Línea de Control no podrán ser alcanzados por los servicios de emergencia de su propio Gobierno y, sin embargo, bastaría caminar esos cientos de metros para llegar desde el otro lado. ¿Qué lo impedirá? La frontera. No puede ser traspasada, solo defendida. Incapaces de recorrer la corta distancia que podría alejarles de su propia estupidez, los enemigos permanecerán cada uno en su lado de la Línea y dejarán pasar la oportunidad de salvarse unos a otros». En ese lugar muestra de la estupidez y el sinsentido humanos Jiménez se enamora del lago Dal. Cuando regresa años después, con el conflicto por fin prácticamente calmado, se encuentra con que la pureza del lago ha sido sustituida por el ruido y la masificación turística. A uno de sus viejos conocidos locales «no se le escapa la contradicción: cuando la guerra enmudece en Cachemira, el ruido se apodera del lago Dal. Bastaría el sonido de una pieza de artillería en la lejanía para que los turistas salieran espantados y regresara la quietud que ya solo añoran los ancianos y los viajeros nostálgicos». «Pero rezo para que no vuelva la guerra», matiza el anciano. «Porque eran tiempos muy difíciles y no había forma de ganarse la vida. Ahora los jóvenes tienen más oportunidades. Eso es bueno».Paro, Bután. Fotografía de Bernard Gagnon bajo licencia GNU Free Documentation License, version 1.2.
Los turistas que invaden el lago Dal no son occidentales. Tampoco lo son los que acuden a la isla de Flores. En la cuna del Homo floresiensis Jiménez se aloja en el mismo hotel en el que lo hizo dieciséis años atrás. Entonces «todavía mantenía estrictas normas de etiqueta que incluían la prohibición de pasearse en bermudas y chanclas. Pero llegó la crisis en Europa y Estados Unidos, la emergencia de Asia se hizo cada vez más evidente y se produjo un cambio geopolítico que los académicos explican con sesudos ensayos y que puede simplificarse en una escena cada vez más corriente: la de esos hoteles de lujo donde el botones es francés o australiano y el tipo al que tiene que recibir con una reverencia indio, ruso o chino. Este es un cambio difícil de dirigir para los occidentales, tan acostumbrados a ser tratados con atenciones ligadas a su nacionalidad, el color rosado de su piel y la suposición de que siempre llevan más dinero en el bolsillo que sus anfitriones. Los nostálgicos ven con aprensión como el lobby del Mandarin Oriental se ha llenado estos días de bermudas y que en su veranda ya no se sientan tipos como Somerset, sino turistas chinos que se hospedan en la suite que lleva su nombre y mezclan el mejor vino francés con Coca-Cola. A estos establecimientos ya no les importa que sus clientes tengan aspecto de no poder pagar la habitación porque han comprendido que el mundo ha dejado de estar regido por Occidente o sus normas. Puede que todavía queden junglas blancas donde el europeo o estadounidense es tratado con deferencia colonial, pero empiezan a ser la excepción» y a los pequeños habitantes de la isla poco les importa la procedencia de sus visitantes. Ellos sueñan con que las gentes que acudan a conocerles tengan «la oportunidad única de convivir con los «descendientes de las cavernas» y experimentar un mundo que en teoría desapareció hace milenios. La aldea se transformará en pueblo, el pueblo en municipio, el municipio en ciudad… Y todas las cosas de la ciudad, las lavadoras y televisores grandes como las lavadoras, llegarán al fin a Rampasasa». Sin embargo, hay algo que empaña sus legítimos horizontes de grandeza, y es que, «generación a generación, los vecinos de Rampasasa han ido ganando altura, en parte por los cada vez más comunes matrimonios mixtos entre pigmeos y residentes de aldeas vecinas. Es un crecimiento visto con preocupación en la comunidad, por temor a que ponga en peligro los planes de situar el pueblo en el mapa turístico internacional. ¿Quién querría cruzarse el mundo para llegar a un sitio donde sus habitantes fueran tan altos como los de cualquier otro? En reuniones al anochecer, mientras discuten los detalles de la transformación de la aldea, sus habitantes se comprometen a relacionarse solo con los suyos, garantizando la continuidad de la raza. Vicktor Jajabud pone como ejemplo a su hija Veronica, que ha contraído matrimonio con el pigmeo Fidelis, ambos con una altura de 135 centímetros. De ellos se espera que sus hijos sean pequeños. Que los hijos de sus hijos sean pequeños. Para mantener vivo, generación tras generación, el gran sueño de los pigmeos de Flores». Leo lo anterior y la que no puede evitar sentir preocupación soy yo. Calculo que no se necesitarán mucha generaciones para convertir el compromiso en presión y el legítimo sueño en pesadilla.¿Cuánta presión social sentirían las mujeres de Salem? «La zona [...] vivió siglos de invasiones, conflictos y guerras en las que se necesitaban hombres para formar ejércitos y defenderse. La supervivencia dependía del tamaño de las fuerzas armadas. La llegada de una mujer era vista como un soldado menos y una carga más [...]. La idea ha perdurado hasta hoy». «Tradiciones centenarias, pobreza [...] han convertido el distrito indio [...] en el lugar del mundo donde una niña tiene menos posibilidades de llegar a cumplir los cinco años. Las autoridades locales aseguran que más de la mitad son abortadas antes de nacer o asesinadas en sus primeros tres días de vida. La llegada de una hija es recibida en la capital del infanticidio con el pesimismo de un monzón sin lluvias o la muerte del ser más querido. No pueden heredar propiedades ni trabajar el campo como los hombres. Cuando llega el momento de casarlas, la dote para encontrar novio obliga a sus familias a endeudarse de por vida». Y por si esto fuera poco está la sempiterna y taladradora pregunta que todo su entorno le hace a una mujer cuando da a luz a una niña: «¿Cuándo lo harás?» «¿Cuándo lo harás?» «¿Cuándo lo harás?» Lo que hacen las madres de Salem con sus hijas es «utilizar el «beso de la flor del mal»: abren la boca del bebé, rompen el tallo de la planta y dejan caer unas gotas. A los pocos minutos se producen convulsiones. Después, el sueño». La planta es el erukku, una especie con bellas flores que encierra en su tallo un líquido lechoso y tóxico usado con fines medicinales pero que si se ingiere directamente es mortal. «El papel secundario que se reserva a las mujeres en muchos países asiáticos siempre me ha chocado», reflexiona David Jiménez al pensar en las mujeres de Salem, «porque a menudo son ellas las que cargan con las responsabilidades familiares, trabajan el mayor número de horas en el campo, gestionan la economía familiar e incluso gobiernan la nación. La región tiene una larga tradición de lideresas que en momentos críticos de la historia han tenido que cargar con las expectativas de sus pueblos. Suelen ser hijas, esposas o viudas de dirigentes históricos» —como lo fue Aung San Suu Kyi en Birmania, de quien también habla el periodista en este libro— «aupadas a lo más alto por la nostalgia y el simbolismo de sus apellidos». Y, sin embargo, «la mujer india es propiedad primero de su padre, después de su marido y, al final de su vida, de sus hijos. Los hombres apenas tienen ya que esforzarse por prolongar una discriminación que las propias mujeres se encargan de transmitir a sus hijas».
Rangun, Birmania. Fotografía de Marcin Konsek bajo licencia CC BY-SA 4.0.
Mujer era también Vo Thi Mo. Cuando Jiménez tuvo la oportunidad de hablar con la revolucionaria vietnamita, esta le contó que no recordaba el día en que comenzó a odiar a los estadounidenses, pero sí en cambio aquel otro en que dejó de hacerlo. Tenía acorralados a tres de ellos cuando estos la sorprendieron rompiendo a llorar al enseñarle fotografías y cartas de sus familias. Vo Thi Mo se fue sin dispararles. A partir de entonces pensaba a menudo en las madres de sus enemigos —especialmente tras convertirse ella misma en madre— y en que muchos de ellos apenas habían dejado de ser unos niños.
«Los soviéticos que invadieron Afganistán cometieron el error, al igual que los americanos en Vietnam, de creer que libraban una batalla ideológica. Pero para el cultivador de opio de Helmand, como para el campesino del arroz de Cu Chi, su lucha nunca fue entre capitalismo y comunismo. Solo entre extranjeros que querían imponerles su voluntad y su determinación de impedírselo. Entre ocupación y liberación. Entre intereses geopolíticos y la resistencia a ser sometidos en su nombre. Las dos grandes potencias del siglo XX no alcanzaron a entender que todo su poder militar no serviría de nada frente a la dignidad de los pueblos ocupados. Fueron derrotados, aunque hoy podemos decir con seguridad que la lección no fue aprendida. Los países que importan han seguido intentando moldear a su gusto el destino de aquellos que no importan. Los soviéticos se marcharon de Afganistán. Llegaron los pakistaníes y sus talibanes. Después los estadounidenses. La historia, dando vueltas sobre sí misma. Los pacientes de Marestoon tienen razón: solo un loco pensaría que la guerra ha terminado». Y es que «décadas de conflicto han dejado al 30 % de la población afgana con problemas mentales y solo ocho psiquiatras para tratarlos. Marestoon es el único centro de asistencia en el oeste del país». Las condiciones en las que viven los internos —al menos cuando David Jiménez visita el psiquiátrico aprovechando que se encuentra cerca de donde estaba la base española en Herat— son infrahumanas. También se puede hablar de fronteras cuando se diferencia entre locos y cuerdos y sin embargo hay lugares del mundo en los que es difícil discernir en qué lado de la misma se alberga más lucidez. Cómo no hablar de locura cuando en Afganistán «las bombas, las balas y los accidentes en el frente han matado o mutilado a soldados de 27 países en estos años, decenas de miles de civiles han perdido la vida, pero los políticos que envían a su juventud a pelear a Afganistán insisten en llamarlo «reconstrucción», «desarrollo», «formación de tropas locales» y una larga lista de eufemismos para evitar la palabra maldita. GUERRA. No saben cómo es una. Qué aspecto tiene el frente o una aldea después de un bombardeo. Cómo es la mirada del joven soldado al que acaban de disparar y sabe que todo se acaba para él. Han mandado a miles de sus compatriotas a luchar en la no guerra».
Si los países que importan han seguido intentando moldear a su gusto el destino de aquellos que no importan es porque el colonialismo no es cosa del pasado. «Si le preguntamos a los Kamoro» —una tribu de Papúa, en Indonesia, en cuyo territorio se ha establecido la Freeport-McMoRan Copper & Gold para explotar el mayor yacimiento de oro del mundo—, «nos dirán que perdura y goza de estupenda salud. Los conquistadores han evolucionado, adaptándose a los nuevos tiempos y las normas de la corrección política, pero sus principios permanecen tal como los describió Conrad en El corazón de las tinieblas: «… Arrancar tesoros a las entrañas de la tierra era su deseo, pero aquel deseo no tenía otro propósito moral que el de la acción de unos bandidos que fuerzan una caja fuerte». Los nuevos colonos mantienen, al igual que los de entonces, la determinación de mantener en sus destinos el mayor número de placeres que dejaron en casa. Puede que se comporten como salvajes, pero no están dispuestos a vivir como ellos». Por eso levantan fronteras y, así como en Afganistán los extranjeros formaron sus propios oasis distanciándose cada vez más de la población local a la que supuestamente habían ido a ayudar, en Papúa los empleados de la compañía minera han levantado un suburbio americano en mitad de la selva, un clon de sus propios barrios en sus países de origen, una auténtica jungla blanca en cuyos límites han apostado guardias para que los Kamoro no pongan un pie en esa ciudad artificial. Una frontera ha sido erigida para separar a ambas tribus. «Solo se mezclan, ocasionalmente, en el K-10», el kilómetro diez de la carretera donde se ubica el prostíbulo del lugar.
En Ángeles, Filipinas, los primeros prostíbulos se abrieron tras el regreso de los estadounidenses una vez concluida la Segunda Guerra Mundial. Fue el inicio de una época de esplendor para la ciudad. En este caso los extranjeros no tuvieron reparos en mezclarse con la población local. Se emparejaron con filipinas y tuvieron hijos con ellas. Pero a principios de la década de los noventa los estadounidenses regresaron a su país, construyeron nuevas vidas y nuevas familias olvidando la promesa hecha a sus familias filipinas de volver a por ellas. Como ha ocurrido y ocurre tantas veces, el derrumbe de fronteras no fue sino una ilusión. A los hijos que dejaron atrás se les conoce como babay na sa, que quiere decir adiós papi, y sufren un estigma social, lo cual les condena a formar parte de la clase más baja y en muchos casos a vivir atrapados en la pobreza, la drogadicción y la prostitución. «Las chicas de Angeles que solían quedarse embarazadas de soldados americanos lo hacen ahora de pensionistas de Kansas, camioneros de Hamburgo o mochileros de Ámsterdam. Una nueva generación termina en la calle y, al llegar a la pubertad, se buscan la vida ofreciéndose a clientes que bien podrían ser sus padres [...]. Es la rueda de vida, en lugares como Angeles».
Mina Grasberg, Papúa Central, Indonesia. Fotografía en dominio público. Fuente y autoría:
Ministerio de Energía y Recursos Minerales de la República de Indonesia.
Si de prostíbulos hablamos, no nos podemos olvidar de Svay Pak, conocido por haber sido un pueblo prostíbulo en las afueras de Phnom Penh, Camboya. De él relata David Jiménez que, «en ninguno de mis destinos como corresponsal, ni siquiera bajo la bruma de la guerra, volvería a encontrarme con un lugar que concentrara las desviaciones de la condición humana como Svay Pak. La explotación del débil, la ausencia absoluta de compasión, la violación de la infancia y la impunidad de hacerlo sin tener que temer las consecuencias —policías y políticos también esperaban su turno en los burdeles— se mezclaban para crear una atmósfera de insoportable decadencia. Cuando creías que el lugar no podía hacerse más irrespirable, los relatos de las niñas lo conseguían. La mayoría había sido vendida por sus familias. Ni la pobreza ni las heridas recientes del genocidio camboyano podían justificar la existencia de un lugar como Svay Pak [...], pero ayudaban a explicarlo. Cuando se habla del Holocausto asiático se cuentan los muertos: 1,7 millones. Se relatan los abusos [...]. Se recuerda la ruina económica [...]. Pero rara vez se menciona que el más prolongado efecto de aquella limpieza ideológica fue la destrucción de la estructura familiar y el orden moral que permite a una sociedad diferenciar el bien del mal. Si adolescentes habían sido obligados a ejecutar a sus propios padres para mostrar su fidelidad a Pol Pot, si se había torturado por los motivos más nimios, si se habían evacuado las ciudades y condenado a la hambruna a poblaciones enteras, ¿por qué no iba a ser aceptable vender una hija al prostíbulo del barrio o al extranjero dispuesto a pagar 20 dólares por ella?» El tráfico sexual estaba tan enraizado en Svay Pak que el modelo a seguir por los niños eran los proxenetas. Ninguno de ellos soñaba con convertirse en futbolista. Un misionero neoyorquino que llegó a Svay Pak junto con su mujer a intentar cambiar la situación del lugar comprendió enseguida que debía brindarles una alternativa a esos niños. Pero «el pastor Brewster y sus compañeros de congregación no solo se proponen terminar con el tráfico sexual, sino convertir al cristianismo a la población mayoritariamente budista de Svay Pak. Aceptar a Jesús como salvador es una de las exigencias del programa de rehabilitación. Se instruye a las víctimas en una religión de la que no conocen nada y se espera de ellas que con el tiempo ayuden a difundirla. Aunque uno prefiere la asistencia que se ofrece sin esperar nada a cambio, ni siquiera afinidades religiosas, los habitantes de Svay Pak parecen aceptar un trato que les da la oportunidad de rehacer su comunidad». La frontera entre el altruismo y el interés a menudo es un trueque cubierto de bruma.Si los prostíbulos diluyen la frontera entre extranjeros ricos y nativos pobres y la televisión hace lo propio entre los diferentes estratos sociales de Filipinas o los butaneses y los occidentales, otra difusa frontera en la cual uno no acertaría a aventurar en qué país del mundo se encuentra es el centro comercial. «Tras décadas de rápido desarrollo, no hay templo más sagrado en Asia [...]. Provoca adoración. Es el lugar de recreo y exhibición social. Un oasis que permite huir de los extremos del clima y la polución. Los mercados tradicionales y callejeros, donde se ha regateado y comerciado durante siglos, han dado paso al mármol, el aire acondicionado y la uniformidad. Una vez en su interior, las fronteras desaparecen y las identidades se fusionan. Lo mismo podrías estar en Bangkok que en Londres. Se venden las mismas marcas de ropa. Se come en los mismos restaurantes. Se ven las mismas películas. Puede que para el viajero sea la antítesis de la diversidad y el enriquecimiento cultural, pero los locales no pueden pasar sin su shopping center y turistas llegados desde la otra punta del mundo pasan horas metidos en él, aunque tengan uno idéntico en el barrio de la ciudad de la que vinieron. Un cínico diría que a esto ha quedado reducida la utopía de una humanidad unida por valores comunes: el universalmente venerado centro comercial». En Tailandia, la revuelta de los Camisas Rojas, que «anhelan el regreso de su líder Thaksin Shinawatra, depuesto en un golpe de Estado en 2006», «se ha alargado tanto en el tiempo, las escaramuzas y manifestaciones han sido tan asiduas en los últimos cuatro años, que ha pasado a convertirse en parte del mobiliario urbano. Apenas se le presta ya atención cuando sus líderes toman la decisión que les devuelve la relevancia: los manifestantes ocupan la intersección de Ratchaprasong, el principal distrito comercial de Bangkok donde están los centros comerciales favoritos de la élite. Se atrincheran, levantan barricadas con cañas de bambú y neumáticos, instalan tiendas de campaña, puestos de comida callejera y un escenario desde donde aspirantes a revolucionarios prometen defender su fuerte rojo hasta la última gota de sangre. Es lo que podríamos llamar un alzamiento adaptado a los nuevos tiempos. En lugar de asediar los símbolos de poder tradicionales, el parlamento o la Casa de Gobierno, los camisas rojas han decidido entorpecer las compras de una sociedad crecientemente consumista». Y el cambio de estrategia consiguió llamar la atención y hacer—aunque solo fuera momentáneamente— pupa.
Autoinmolación de Thích Quảng Đức durante la crisis budista en Vietnam. Autor: Malcolm Browne (ganador en 1963 del premio a la Fotografía del Año de World Press Photo por este trabajo y galardonado con el Premio Pulitzer de 1964) for the Associated Press.
Imagen en dominio público.
La inmolación de Palden Choetso y de tantos otros tibetanos, en cambio, fueron sacrificios inútiles. «Los tibetanos, en una mezcla de desesperación y fanatismo, han decidido protestar contra décadas de dominio chino inmolándose en público. La mayoría son monjes y lo que sorprende no es tanto su decisión de morir, sino la determinación de hacerlo lentamente y sufriendo lo más posible. Siguen el ejemplo de Thich Quang Duc, que dio nombre al término «quemarse a lo bonzo» cuando se quitó la vida en Saigón para exigir libertad religiosa, en 1963». Dejan atrás la protesta silenciosa que caracteriza a los monjes budistas como, por ejemplo, el apoyo que dieron a los birmanos pocos años antes en la conocida como Revolución del azafrán —acontecimiento que también cubrió David Jiménez— porque «la resistencia casi siempre pacífica de los tibetanos [...] no ha sido hasta ahora premiada con la atención internacional o la solidaridad de otras naciones. Los monjes saben que con su campaña de inmolaciones no van a expulsar a las tropas chinas de sus aldeas o a cambiar la política de asimilación que está destruyendo su cultura. Tienen la esperanza de que, como ocurrió con Thich Quang Duc, el mundo se acuerde de su causa». Pero los resultados no fueron los esperados. «El número de suicidios supera el centenar. Nada. China es hoy un país influyente e importante y el resto del mundo está más interesado en exportar sus productos al país que en los Derechos Humanos de uno de sus grupos étnicos».
Pero el resto del mundo, es decir, los países que importan, sí se interesó por uno de los países que no importan el día en que el Gran Tsunami del Índico devastó Tailandia, aunque, siendo fieles a su gusto por las fronteras que protegen su estatus, los países que importan pocas veces dejan de mirarse el ombligo. «Podría pensarse que en la tragedia, los clasismos y las diferencias tribales que tanto empequeñecen a los hombres han quedado en nada. Pero no. Los servicios de rescate pasan de largo frente a las aldeas más pobres para socorrer antes a los turistas atrapados en resorts de cinco estrellas. Aunque empieza a ser evidente que el mayor número de víctimas se ha producido en la India, Sri Lanka o Indonesia, los medios de comunicación se centran en lo que ocurre en Tailandia por la sencilla razón de que aquí han muerto turistas occidentales. Tú solo ves cuerpos deformes, pero en la percepción general, incluso de los locales, importa a qué se dedicaban, cuánto dinero ganaban, de dónde venían y qué color de piel tenían». David Jiménez confiesa en este libro que no le gusta «cubrir desastres naturales. No se trata solo de la tristeza de la pérdida o la desolación de la destrucción, sino de la falta de esa explicación con la que el periodista busca dar sentido a lo que cuenta. En la guerra, las revueltas o las crisis económicas, siempre hay un origen, uno o varios responsables, una razón que llevó de A a B. En los terremotos o tsunamis pasas semanas contando la desgracia de miles de personas y te marchas sin haberle encontrado un porqué. Simplemente, ocurrió».
También estuvo el periodista en el lugar adecuado para ir, ver, oír, volver y contar cuando ocurrió el accidente de la central nuclear de Fukushima. Inevitable fue para él, ante la devastación del lugar, acordarse del tsunami del Índico del 2004. Hasta entonces «creía que haber estado en un lugar significaba que siempre estaría allí. Más o menos cambiado, como Bután. Más o menos expoliado, como Papúa. Inmune al paso del tiempo gracias a la fealdad de los hombres, como Cachemira. Pero seguiría en el sitio donde lo dejé y podría volver a él. Aceh» —la provincia indonesia de la isla de Sumatra que fue el verdadero epicentro de la tragedia provocada por el terremoto marino—, «sin embargo, no está donde la dejé. ¿Qué fue de la aldea de pescadores donde paré a comer hace cuatro años? ¿El mercado donde regateé con aquel anciano desdentado? ¿El barrio donde entrevisté en la clandestinidad a uno de los rebeldes? Mientras avanzo por la costa hacia el sur, atravesando lugares donde es difícil imaginar que haya existido vida, siento como si alguien hubiera apretado un botón y todas las memorias de mi primer viaje estuvieran siendo borradas. Han desaparecido los sonidos, los paisajes y las gentes que podrían ayudarme a recordar. A mi alrededor, la nada más absoluta». Imposible fue también para él no acordarse de algunos de los últimos hibakusha (víctimas nucleares supervivientes de las bombas atómicas) que aún seguían con vida que había entrevistado años antes en Hiroshima con motivo del 60 aniversario del ataque nuclear. Imposible no volver a pensar en el «pudor oriental ante la pérdida», en el dolor «sin lágrimas. Para sí mismos. En silencio. Lloran sin necesidad de mostrar su sufrimiento ni esperar que los demás lo compartan. Con el pudor de quien sabe que hay otras personas que han perdido tanto o más».
Banda Aceh, Sumatra, Indonesia, seis semanas después del tsunami de 2005
Fotografía de Jon Gesch para la U.S. Navy en dominio público
David Jiménez García es un periodista español nacido en Barcelona en 1971. Entre 1998 y 2014 fue corresponsal en Asia para El Mundo, diario del que fue director entre abril de 2015 y mayo de 2016. En los últimos años ha trabajado como columnista para The New York Times y cronista en diferentes medios extranjeros. Ha escrito varios libros que se han traducido a varios idiomas. El lugar más feliz del mundo es un libro sobre sus experiencias a lo largo de quince años como corresponsal en el continente asiático. Publicado en 2013 y aun con muchos de los acontecimientos que relata ya pasados, su lectura se siente muy actual porque el comportamiento humano se mantiene invariable por más que el tiempo pase. Reune un total de treinta textos agrupados en seis secciones: Lugares, Fronteras, Calles, Celdas, Amaneceres y Retornos. En ellos deja constancia de los conflictos y situaciones que ha cubierto pero no pretende con ellos hacer un análisis de los mismos ni profundizar en sus causas y efectos, sino encontrar un lugar libre y sin fronteras para reflexionar sobre sus impresiones y sobre nuestra manera (la de los occidentales, la de los habitantes de los países que importan) de estar en el mundo y de relacionarnos con otras realidades. Como él mismo nos cuenta en este libro, el suyo «es el único oficio por el que puedes ser felicitado con entusiasmo cuando ha consistido en contar la miseria, la crueldad o la pérdida», pero también es un trabajo que ha cambiado mucho en los últimos tiempos. «Atrás quedaban los tiempos en los que podías dedicar gran parte del día a recoger información para escribirla al final de la jornada. Internet exigía ahora actualizaciones constantes y dejaba poco tiempo para profundizar. Contaban más la rapidez y la cantidad: mi trabajo había dejado de gustarme tanto como solía». Supongo que escribir libros como este le dan al periodista la oportunidad de dedicar tiempo a esa profundización que tanto añora. Y si alguien se pregunta dónde está el lugar más feliz del mundo, tan solo se me ocurre tomar prestadas una vez más las palabras de David Jiménez y conjeturar que «quizá ese lugar no existe como un punto que pueda marcarse en un mapa y las escrituras budistas —y los libros de autoayuda que los plagian con tan buen instinto comercial—, tienen razón al asegurar que está más cerca de lo que creemos, al final de un viaje hacia el interior de uno mismo. Pero partir en su busca no es posible allí donde el individuo es anulado, la libertad de elegir su camino coartada y su dignidad reducida al papel de mero actor sobre un escenario construido para mayor gloria del líder. El lugar más feliz del mundo siempre será, en países» sobre los que cae la bruma de fronteras visibles o invisibles, «un destino inalcanzable».
«Si miro atrás a los tres lustros que he pasado recorriendo Asia, no puedo evitar pensar que algo parecido ha sucedido con el resto del continente. Los centros comerciales, los rascacielos, los puentes, aeropuertos y nuevas urbes, todo lo que he visto crecer delante de mis ojos, se revela como una indiscutible historia de éxito. Y, sin embargo, ese desarrollo me resulta cada vez más superficial y desequilibrado, porque a menudo se ha basado en potenciar cosas y no personas. La nueva riqueza se ha llevado la esencia de muchos países, ha dañado sin remedio el medio ambiente, ha comprometido la calidad de vida de próximas generaciones, no ha ido acompañada de un refuerzo de la sociedad civil o el Estado de derecho y tampoco ha suavizado el nacionalismo de los pueblos orientales, que dibuja un futuro de conflictos en el horizonte. Quizá lo que falta está en camino y pronto se sumará a la capacidad de trabajo y de superación de los asiáticos para llevarles a dominar el mundo, como predicen los analistas más optimistas. Tal vez [...] encuentren aún la manera de continuar su viaje sin borrar su historia ni cambiar su carácter, una vez descubran que pueden cumplir sus grandes esperanzas sin huir del pasado».
Lago Dal, Srinagar, Jammu y Cachemira. Fotografía de Suhail Skindar Sofi bajo licencia CC BY-SA 4.0.
Ficha del libro:Título: El lugar más feliz del mundoAutor: David JiménezEditorial: KailasAño de publicación: 2013Nº de páginas: 228ISBN: 978-84-941391-6-1
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