Ya sea en mi memoria o en mi imaginación, aquel detalle cuenta lo siguiente: uno de los héroes de Las estrellas miran hacia abajo -me parece que son dos, y ambos niños, y luego adolescentes, hijos de una casa de gente rica uno y de una casa de gente pobre el otro- ha cogido la costumbre de ir al servicio, al retrete, sin tener necesidad de ello. Y además esto ocurre siempre que está harto -que se ha cansado- de la compañía de los otros, de los adultos, de la familia, siempre que aquélla se convierte para él en una carga, en una tortura. Se encierra en el retrete ("como su nombre indica") para dejar de oír la cháchara y se queda allí por más tiempo del que es normal.
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Lo que ahora, mientras estaba escribiendo estas notas, me he estado preguntando en secreto me lo pregunto ahora por escrito: mi búsqueda de los Lugares Silenciosos, a lo largo de mi vida, algo así como por todo el mundo, muchas veces, además, sin una especial necesidad, ¿era una expresión, si no de huir del grupo, sí, no obstante, de un hastío de esta sociabilidad? El hecho de que, estando en medio de los otros, me levantara de repente y me marchara de su compañía, a ser posible doblando varias esquinas y pasando por más de nueve veces treinta escalones: ¿un acto asocial, antisocial? Sí, éste es el caso, y lo es a veces de un modo incontestable. Pero por regla general esto era así sólo en los primeros momentos, al levantarme de repente y marcharme. Ya durante el trayecto, a ser posible con rodeos, hacia allí, diciendo al mismo tiempo: "¡Nada como ir hacia allí!", al Lugar Silencioso, la cosa podía llegar a ser de otra manera; la univocidad podía transformarse en plurivocidad. Y además era verdad también que el hecho de cerrar la puerta del servicio fuera una sola cosa con un gran suspiro: "¡Al fin solo!".
Peter Handke
Ensayo sobre el Lugar Silencioso
Editorial: Alianza Editorial
Traducción: Eustaquio Barjau
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Pero yo, en cuanto oía la frase: "Matilde, ven y no dejes a tu marido que beba coñac", sintiéndome ya hombre por lo cobarde, hacía lo que hacemos todos cuando somos mayores y presenciamos dolores e injusticias: no quería verlo, y me subía a llorar a lo más alto de la casa, junto al tejado, a una habitacioncita que estaba al lado de la sala de estudio, que olía a lirio, y que estaba aromada, además, por el perfume de un grosellero que crecía afuera, entre las piedras del muro, y que introducía una rama de flores por la entreabierta ventana. Este cuarto, que estaba destinando a un uso más especial y vulgar, y desde el cual se dominaba durante el día claro hasta el torreón de Roussainville-le-Pin, me sirvió de refugio mucho tiempo, sin duda por ser el único donde podía encerrarme con llave para aquellas de mis ocupaciones que exigían una soledad inviolable: la lectura, el ensueño, el llanto y la voluptuosidad.
Foto: Peter Hanke, 1976
Créditos: Brigitte Friedrich