Revista Cine

El maestro de piano -4-

Por Teresac

Dos
“Tal vez poseéis, don Juan, un misterioso amuleto, que a vos me atrae en secreto como irresistible imán.”Palabras de doña Inés.
EL MAESTRO DE PIANO -4-A los postres, su padre sacó una caja de puros —de la Fábrica de Tabacos de La Coruña por supuesto, la empresa a la que le había dedicado cincuenta años de su vida y ahora, ya jubilado, no podía evitar visitar semana sí y semana también— que ofreció a sus tres hijos varones y a su invitado.Inés no tuvo más remedio que seguir a sus cuñadas al saloncito, donde disfrutarían de sus dulces y de un poco de conversación femenina, a pesar de que nada deseaba más que quedarse allí, con los hombres, escuchar, absorber, cada una de las palabras que salían de la boca de su antiguo maestro de piano y fumar, si se terciaba, uno de aquellos cigarros olorosos de los que su padre presumía pero que nunca le hubiera ofrecido a una mujer, mucho menos a su hija.Sus cuñadas la observaban. Virtudes, la mayor y más inquisitiva, Dulce la del medio y Esperanza, la más joven, que apenas llevaba dos años en la familia, todas ellas haciendo honor a los nombres que sus padrinos les habían adjudicado en la pila bautismal. ¿Y qué podía ella decirles? Ya había utilizado, desgastado casi, todas las tácticas femeninas que le habían recomendado. Se hacía la encontradiza en su paseo matinal por el Cantón; llevaba y recogía a Pablito de sus clases de música, con la excusa de que al acompañarle ella, no podía hacer novillos; le hablaba a la entrada y la salida de Misa. Todo esto con gestos llenos de coquetería que Inés nunca había necesitado utilizar y que le resultaban casi absurdos; que si dejar caer las pestañas para que apreciase su longitud y el brillo de sus ojos al volver a abrir los párpados, que si inclinarse hacia delante cuando llevaba un vestido algo escotado, que si una mano al pecho, otra a la cadera, para resaltar sus encantos. Tonterías, memeces, quería gritar, nada de aquello servía, o bien ella se había vuelto fea de repente o bien éste era el único hombre inmune a sus encantos sobre la faz de la Tierra.—Dale tiempo al hombre —sugirió Virtudes, tomando un pastelillo de crema con un mohín  goloso en sus gordezuelos labios—. Lleva años viudo y se ha acostumbrado a su libertad, así que ahora le cuesta trabajo hacerse a la idea de volver al redil matrimonial.—Pues a mí me parece de lo más dispuesto. —Esperanza le sonrió, benevolente, ella siempre tan optimista—. He visto como te mira y creo que lo tienes a punto de caramelo, sólo necesita un pequeño empujoncito.—Le he tejido una bufanda. —Inés buscó en la cesta de sus labores, entre agujas y coloridos ovillos de lana. Después de abandonar el piano, había dedicado sus horas libres al bordado, el ganchillo, la calceta; no había labor manual que no dominase, y era algo de lo que se sentía orgullosa—. La que suele usar luce bastante gastada, así que se me ocurrió hacerle una nueva, pero no sé si será muy descarado por mi parte dársela así, sin más.—Te ha quedado muy bien —dijo Dulce, apreciando la calidad de la lana azul con la que Inés había calcetado la bufanda—. Siempre he dicho que tienes manos de monja para las labores, te hubiera ido muy bien en el convento.Las tres cuñadas rieron la broma maliciosa mientras Inés les arrebataba la bufanda de las manos y volvía a guardarla entre sus cosas. —Iré a ver si quedan más pasteles en la cocina, no vaya a ser que queráis comerme a mí cuando se acaben. —Les hizo un gesto airado, mordiéndose una sonrisa, y salió al pasillo dispuesta a escuchar, al pasar, sin querer, qué era lo que estaban hablando los hombres en el comedor.—¿Y cómo es que no te has vuelto a casar en tantos años? —preguntaba Pablo, su hermano mayor el diputado, ya de regreso de la Corte. En tiempos había sido buen amigo de su maestro de piano, con el que compartía edad y aficiones. Inés esperó que Juan contestase esquivo, tal y como había hecho cuando su cuñada le hizo la misma pregunta. Se equivocó. Descubrió, para su sorpresa, que los hombres tienen una cara muy diferente cuando se encuentran a solas entre sus iguales, sin damas delante a las que ofender.—He decidido que el matrimonio no es para mí. Yo sólo soy un pobre profesor de música, pero a veces me gustaría hablar con mis colegas, los maestros que educan a las niñas, y preguntar por qué demonios se empeñan en convertirlas en ángeles, esos seres sin sexo, sentimientos ni ansiedades. Entre el colegio, las pocas que van a ellos, claro, los padres y los curas, convencen a las mujeres de que deben ser santas y mártires, y el lecho conyugal es el altar en el que deben inmolarse para acatar la orden divina de crecer y multiplicarse.—Eso es lo que se busca a la hora de pedir a una mujer en matrimonio, ¿no? —intervino el padre de Inés—. Una joven educada, hacendosa, de probada virtud.—Usted me disculpará por mis palabras, don Evaristo, mi opinión es que la virtud en esta sociedad está muy sobrevalorada.—¿Y esa viuda con la que te citabas en Barcelona? —preguntó Pablo, haciendo ver que estaba al tanto de la vida de Juan en aquella ciudad— ¿Acaso no era una dama virtuosa?—Sólo del piano. Tenía unas manos de dedos largos y suaves, con las que te aseguro que hacía maravillas. Cosas que ni imaginaría una jovencita recién desposada.—Creo que entiendo lo que dice Juan —opinó Jorge, el más joven de los tres hermanos, acallando sus risas—. De nuestra esposa esperamos todo lo que dice padre mientras estamos en sociedad. Pero cuando estamos a solas, en la alcoba nupcial, desearíamos que olvidara todas las convenciones y fuera experta… en otros temas.
Siguieron más risotadas y bromas a cada cual más subida de tono, que encendieron las mejillas de Inés y la hicieron retroceder.

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