Revista Cine
Cuatro
“¡Don Juan!, ¡don Juan!, yo lo imploro de tu hidalga compasión: o arráncame el corazón, o ámame, porque te adoro.”Palabras de doña Inés.
Atardecía ya cuando Inés recibió recado de la casa de su hermano Pablo de que no esperara a su padre para cenar. Al pie de la nota, su cuñada Virtudes añadía una invitación por si quería unirse a ellos. Inés dejó caer la nota sobre la bandeja, con desgana; lo que menos le apetecía en ese momento era quitarse su cómodo vestido casero, sin corsés ni molestos armazones, y emperifollarse para cenar con la familia. Había pasado la tarde calcetando diminutas prendas para el pequeño que nacería aquel verano, y deseaba acercarse y enseñárselas a Virtudes. Dudó un momento, para acabar decidiendo que, con el ánimo que tenía, mejor estaba sola que amargándoles la cena al resto.Devolvió la labor a su cesto y entonces vio asomar la punta de cierta bufanda azul. ¿Debería habérsela dado aquella mañana, días atrás, cuando vino a agradecerle la cena? Él le había traído flores. Y la había besado. Inés se llevó las yemas de los dedos a los labios, un gesto que no podía parar de repetir, como si así pudiera conservar aún en ellos su calor, su dulzura al tomarlos. No le era indiferente, pues, era la única conclusión favorable a la que había llegado. Desde entonces el tiempo pasaba y nada similar se había repetido, a pesar de que ella buscaba su compañía, se hacía la encontradiza, lo alentaba con su sonrisa, con todos sus gestos. Suponía que por encima de todo aquello estaba la cuestión de que no deseaba volver a casarse. Y el respeto que le tenía a su padre y a aquella casa. Su casa. Inés miró a su alrededor, como si los muebles, los cuadros, las cortinas, objetos con los que había vivido toda su corta vida, ahora le resultaran extraños. ¿Qué hubiera ocurrido si en vez de besarla en aquella casa lo hubiera hecho en otro sitio? ¿Quizá no se hubiera sentido tan apremiado por el respeto que le debía a aquellas paredes, a la casa de un hombre al que apreciaba y consideraba por encima de sus propios deseos? La bufanda parecía asomar un poco más del borde del cesto, reptando sibilina, buscando subirse a su regazo. Inés la cogió con resolución, la alisó, se la llevó a la cara para comprobar su suavidad, acariciándose la mejilla con ella, y tomó una decisión.