El relato de Juan Martínez comienza en Turquía, poco antes del estallido de la Primera Guerra Mundial, el acontecimiento seminal que, según cuenta Stefan Zweig, empezó a transformar el viejo mundo conocido en algo totalmente nuevo y bastante más siniestro que lo anterior. Si bien el protagonista se ganaba razonablemente bien la vida cantando y bailando por los cabarets de Europa - el exotismo de su propuesta siempre contaba con público numeroso - la llegada del conflicto lo cambio todo: los productos básicos empiezan a escasear, la policía se vuelve más autoritaria y su forma de ganarse la vida se vuelve totalmente prescindible. La huida a Rumanía no le sirvió de mucho, allí Martínez fue testigo de cómo en una sola noche los rumanos pasaban de celebrar estruendosamente la entrada en la guerra de su país a esconderse atemorizados en sus hogares después del primer bombardeo contra la capital. La decisión de viajar a Rusia, esperando encontrar allí la prosperidad que desaparecía de Europa, fue algo de lo que se arrepintió durante años.
En Rusia el protagonista fue testigo de lo violenta y rápidamente que pueden cambiar las costumbres sociales establecidas durante siglos, de que lo inimaginable hace solo unas semanas puede llegar a ser la nueva realidad cotidiana para unos aturdidos ciudadanos (ahora soviéticos), que deben adaptarse de inmediato a las nuevas circunstancias si no quieren perecer. Así sucedió en Kiev, ciudad que cambió varias veces de manos - entre nacionalistas ucranianos, blancos y rojos - en el transcurso de la Guerra Civil:
"Quien hubiese estado en Kiev por entonces no hubiese soñado siquiera lo que iba a pasar en Rusia seis meses después. El zar hizo por aquellos días —octubre o noviembre de 1916— una visita oficial a Kiev y se le recibió con un entusiasmo delirante. Las calles estaban engalanadas y se organizaron numerosas manifestaciones de adhesión al emperador. Una mañana, Nicolás II salió a pasear en coche por las calles de Kiev y entró en varias tiendas para hacer compras, rodeado siempre por un inmenso gentío que le vitoreaba.
No sé si todo aquello estaba preparado por las autoridades, pero lo cierto es que Nicolás II pudo muy bien equivocarse respecto a los sentimientos para con él de sus súbditos, como me equivoqué yo al juzgarlos. No hubiese creído, aunque me lo jurasen, que a aquel hombre, al que la muchedumbre vitoreaba entusiásticamente, le iban a matar como a un perro sarnoso unos meses después."
En el relato de Martínez, que viajó por varias ciudades de Rusia, intentando establecerse finalmente en Kiev, no se ahorran descripciones de crueldades inconcebibles, de matanzas sin sentido, de niños muriendo de hambre y de poderosos de todos los bandos esquilmando al pueblo. En ningún momento hay censura, ni siquiera se juzga lo que hacen unos u otros (en repetidas ocasiones el narrador asegura, quizá irónicamente, que él no entiende de política), pero la constante para Martínez es la capacidad de adaptación a las peores circunstancias, con el agravante de encontrarse, junto a su mujer, atrapados en un país extranjero:
"Y nos encontramos de golpe y porrazo viviendo en pleno régimen soviético. En cada casa se reunieron los inquilinos y formaron un comité. Los bolcheviques iban, casa por casa, diciendo a los vecinos lo que habían de hacer. El comité de vecinos se reunía y elegía a uno de ellos comisario de la vivienda. De la noche a la mañana pasamos de un mundo a otro. La casa era nuestra, de los inquilinos; ya no había propietarios. Se acabó el casero. Yo no me lo creí del todo; pero entre muchos vecinos aquello produjo un gran revuelo. Cada cual se adjudicó las habitaciones que pudo, y aunque nadie las tenía todas consigo, hubo algunos que hasta tomaron el aire de auténticos propietarios, siquiera fuese de una alcoba.
La propiedad de la finca que se nos venía a las manos nos trajo, de momento, bastantes preocupaciones. Hubiera sido preferible seguir pagando al casero. El comisario de la vivienda, siguiendo las instrucciones de los bolcheviques, hizo una lista de los inquilinos y determinó cuáles eran nuestras obligaciones. La primera y principal era la de montar la guardia contra los ladrones. Moscú estaba aquellos días lleno de gente salida del presidio, con un fusil en las manos, y merced a la impunidad asaltaba las casas, asesinaba a quienes se resistían y robaba cuanto se les antojaba. Todos los hombres útiles de la vivienda fueron constreñidos por el comisario para montar, arma al brazo, la guardia contra los asaltos."
Bien es cierto que lo que cuenta Martínez y transcribe Chaves Nogales resulta en ocasiones excesivamente novelesco. Abundan las ocasiones en las que el protagonista se libra de una muerte segura a través de un acontecimiento providencial sucedido en el último instante. El periodista no duda de la verosimilitud del relato y entonces yo como lector, sospechando que puedan existir exageraciones propias de quien quiere hacer todavía más interesantes sus propias peripecias, también acepto que, en esencia, todo lo que cuenta el maestro Juan Martínez coincide con sus vivencias que un muchas ocasiones se emparentan con relatos de otro maestro, Franz Kafka, dando por sentado que una situación como aquella daba pie a infinitas situaciones absurdas. Un libro del máximo interés que nos recuerda que las revoluciones, acogidas con entusiasmo por quienes creen que van a ser al fin liberados, pueden acaban devorando a sus hijos.