Como el entierro de alguien a quien despreciamos y tanto nos daría que estuviese aún vivo en el ataúd antes de que lo metan bajo tierra para siempre, inaudibles sus gritos y súplicas, invitados a no decir nada, no por respeto sino por indiferencia... quizá esa no sea la mejor de las disposiciones para empezar a ver ninguna película, ni siquiera esta, la más radical de las obras del cineasta mexicano Felipe Cazals, "La manzana de la discordia" (1968), pero al cabo de unos minutos es difícil no refugiarse en esos pensamientos. Huelga decir que instalada en ese tono tan ajeno a captar la atención del espectador que busca complicidades con lo que se le muestra, no contó apenas nada para el prestigio del que disfrutó su autor en los años setenta del pasado siglo. Es evidente que lo que después de este debut se dijo de él y cuantas veces se le relacionó con el patrón gringo Sam Peckinpah, en el muy aventurado caso de que no fuesen vanos los elogios dedicados a su vez al californiano, eran medias verdades."La manzana de la discordia" ya elevaba al máximo exponente lo mejor del cine de Cazals, algo no muy del gusto corporativo de industria alguna porque se trataba de un film rodado en un par de semanas, al margen de la profesión, en los más indigentes escenarios: un burdel, un convento, una carretera polvorienta y una casa en ruinas. Cazals debía estar en unas condiciones bastante críticas para cometer este atentado contra todo lo establecido, incluido su propio oficio, del que bien podía haberse despedido en ese mismo instante. Los sindicatos, siempre prestos a defender a la colectividad, quisieron lincharlo. De no mediar unas condiciones generales de heterodoxia y un momento social y político convulso, lo hubiesen conseguido, por el bien de todos, qué duda cabe.
"La manzana de la discordia" no busca agradar ni buscar partidarios. Es un incómodo y vergonzante ejemplo de que no hace falta ayuda ni casi presupuesto, nada más que arrestos y fe, para hacer gran cine, como sucede con tantas películas de Luc Moullet, Júlio Bressane o Jon Jost, que también nacieron con el único fin de llorar, patalear y no dejar dormir a nadie, como un bebé insoportable que nunca será otra cosa que eso y que sin embargo es, nos guste o no, la esencia misma de lo humano.
Ni de izquierdas ni de derechas es el asunto central del film, el exterminio de caciques y déspotas de toda clase, que es (fue) un principio moral de hombres de bien ejecutado por perros, a cambio de mucho dinero o por una asquerosa botella de tequila, tipos sin escrúpulos como estos tres parias que no dudarían en matarse también entre ellos. Cazals no narra su historia, ni está interesado en reflexiones psicológicas de ninguna clase. Registra y corta, a veces cuando el efecto termina, otras para que lo haga y poder pasar a la siguiente estampa. Observa desde una distancia y a continuación pareciera querer introducir la cámara por la boca de estos personajes que no forman parte de nada, ni son síntomas de una enfermedad social concreta.
La decisión de dejar abierta la conclusión y no cerrar con un baño de sangre o la intervención de la autoridad, ahonda el desasosiego. Hay que considerar la inquietud que provocó la falta de ambigüedad de la película, el hecho de que todo sucedía allí y en esos momentos. Y volvería a hacerlo en cualquier momento porque reverberan las palabras de la víctima, recordando que como él los había a docenas y serían cada vez más.


