Revista Cultura y Ocio
Casi nada que pueda recordar ahora de la primera vez que leí Rayuela. Tengo ocupada mi memoria con la idea de una Rayuela leída por un lector más adulto, confiado en cientos de lecturas previas. Hay libros que no deberían leerse hasta que has leído otros cuantos de un rango o de una hondura narrativa inferior. Pienso en la inocente lectura, despistada, poco atenta a toda las tramas que atesora, que hice del Moby Dick de Melville o de la Lolita de Nabokov, por citar dos de mis libros favoritos. Sé que no me van a abandonar nunca. De Rayuela no guardo esa impresión. Ha perdido con los años el apresto rompedor con la que la leí hace en 1990 o en 1991, no recuerdo bien. En realidad, salvo algunos cuentos (El perseguidor es mi favorito, con esa sombra fantasmal de lo que hubiese sido Charlie Parker) es Cortázar el que me atrae menos. Luego está Vargas Llosa, del que ya no leo absolutamente nada. Me dejó de interesar hace tiempo, aunque leo los sueltos de prensa que deja cuando abre o cierra ese o aquel seminario sobre literatura, política o carreras de podencos. De algunos autores, conforme uno está ya muy avisado de ellos, se queda uno con su producción breve. De ahí que gane adeptos el ensayo embutido en crónicas periodísticas o en artículos de opinión. Anoche, al bajar Rayuela de su balda, pensé en las horas compartidas con libros que quizá no vuelva a leer nunca. Como amigos que acaban yéndose y de los que guardas inmejorables recuerdos. Es cierto que se van; incluso es cierto que no deseas retomar la amistad en modo alguno, pero no debemos malograr la felicidad que nos depararon. Esas cosas son las que hacen que vivir sea un oficio maravilloso, ese caer en la cuenta de que la memoria nos abastece de placer en cuanto acudimos a ella. Rayuela, cumpliendo estos días cincuenta años de vida libresca, me incomoda más que otra cosa. No porque no desee drásticamente volver a leerla, que nunca se sabe, sino por la pereza que me supone siquiera el intento. Hay mucha desidia en esa voluntad disuasoria, en ese abandono lúdico. Algo parecido a lo que me pasa con el cine de Bergman o con algunos discos de King Crimson. Me dieron mucho, me concedieron alegrías enormes, pero los rehúyo. Creo que Bergman me aburriría muchísimo. Quizá yo sea otro y no aquél que andaba, entusiasmado y lírico, al cine-fórum de turno, extasiado con la posibilidad de estar dos horas en ese mundo fúnebre a veces, gris casi siempre, que registraba en sus películas. No creo que sea grave. Ni siquiera creo que haya tenido que consignarlo aquí.