Un día cualquiera Papá nos reunió a toda la familia para anunciar algo importante. Ya nos sorprendió el hecho de que apagara la televisión y se dignara a ponerse algo encima de sus acostumbrados calzones y su camiseta de tirantes blanca. Parecía imposible pero aquel día no apestaba a cerveza. Una vez reunidos en el salón yo, mi madre, mi hermana mayor y mi abuelo se dirigió solemnemente a nosotros y lo soltó de golpe.
Dijo que era un Marciano.
Continuó hablando con tono firme y grave intentando razonar aquella absurda afirmación con planteamientos todavía más absurdos pero yo ya no lo escuchaba, no podía dejar de pensar la que se me venía encima, todo lo que iba a provocar aquel jodido pirado que era mi padre. Por si no tenía bastante con ser el raro del instituto, el objeto de burlas y bromas de los matones de todo tipo, el pringado al que las tías más buenas miraban de reojo entre la risa, la pena y el asco, ahora para colmo iba a ser el hijo del tarado. El Marciano hijo del Marciano. Encima un Marciano, tampoco se había devanado mucho los sesos en inventarse su puta locura.
Por suerte Mamá estuvo rápida y ordenó que de inmediato entre mi abuelo y yo lo lleváramos a la nave camuflada bajo el granero mientras ella y mi hermana preparaban todo para borrarle de nuevo la memoria.
"Malditos humanos" dijo más tarde entre risas mi madre y en ese momento yo la quise más que nunca.