Revista Cultura y Ocio

El margen inglés, por Miguel Rodríguez Otero. Arte de José Luis Flores.

Publicado el 04 septiembre 2015 por Javier Flores Letelier

Creo que tengo un alma algo melancólica – o un poco canalla, no lo sé muy bien. Lo pienso así al ver que las mujeres que he querido en mi vida han ido de un extremo a otro tratando de descubrir lo que había en medio como si necesariamente tuviera que haber algo entre las sombras y los demonios.

Algunas fueron sólidas, tan de una pieza que apenas tenían recovecos ni misterios de esos que me mantienen siempre al quite, con abrazos y documentos tan compactos y sin grietas, con palabras que desactivan los deterioros intermitentes de la vida diaria, a menudo llena de alegrías poco artísticas pero muy gustosas.

Otras, tan frágiles y tan rotundas, llenas de resquicios por donde se les escapaban los abrazos indebidos, el delirio de media tarde, una locura sin apellidos, sin fondo ni rabia, sin intencionalidad, y nos reíamos en sábado quizás. Luego decidíamos que más bien era lunes, y reíamos de nuevo hasta el fin de semana, que nunca sabíamos cuándo era. A veces nos mentíamos y volvía a ser junio, o Chicago, o helado de turrón y avellana en una estación de autobuses desconocida. Mi dios maldito, canalla o melancólico, cuánto necesitábamos reír.

Con ellas salté tan contento, cantando sílabas a volteretas en el filo de la navaja, y creciendo sin darnos cuenta de que con cada salto se nos iba algo de sangre y de vida en la caída, ni de que al tiempo ya solo nos amábamos en los pedacitos de nosotros que iban quedando – tan pequeños, tan tenaces, tan nosotros aún al fin y al cabo – y en los que con el tiempo apenas acertábamos a reconocernos. Mi vida por entonces era un rompecabezas que no supe recomponer, con tantos pedazos que no sobrevivieron a este puto filo, que no nos sobrevivieron, los que fueron firmando el adiós diario en la hoja de la navaja y en la del mes.

A veces visito ese filo en el duermevela por ver los pedazos que hayan salido indemnes. Uno de ellos, tan presente, es las tardes de lluvia; las recuerdo perfectamente, a menudo las pasábamos acostados y hablando en voz baja y en inglés, inventando episodios de nuestra vida que nunca ocurrirían, creo, como para saber si el otro amaría también aquello de nosotros que nunca iba a suceder más que en sueños. Amar lo posible, no solo lo real. Amar idiomas extraños y reales por igual, amar lo ajeno en nosotros y que sin embargo nos une, dibujando – a distancia y con los dedos – siluetas de vidas en la pared, unos dibujos que ahora alargan sus manos para tocarme y abrazar las partes desmembradas de mí. No sé qué pensar de ellos, ni si son canallas o melancólicos.

Y a poco que haga memoria, seguramente también leí las secciones educadas de los periódicos como un estúpido creído, tal vez fui todas esas cosas y muchas más cuyas piezas ya no sé cómo encajar.

No sé por qué me preguntas todo esto, amor, qué quieres que te cuente, ya sabes que no soy de los que te puedas fiar si quieres una vida estable. He revuelto ya demasiados cajones, sé dónde vive la locura, dónde se esconden los demonios; sé también dónde vérmelas con una u otros. Pero nunca volveré a habitar ese terreno intermedio de la cordura en el que ambos se mienten a diario y hacen como que son felices. Por eso te he traído aquí, amor, a esta lluvia, a esta luz temprana y sin mapas, para que en el idioma que sea podamos saltar como locos y reír sin repetirnos al margen de las sombras.


Volver a la Portada de Logo Paperblog