Revista Opinión
Rosa Sala Rose y el periodista Plàcid García-Planas, autores del libro El escritor y periodista, César González-Ruano. En enero de 1942 –cuentan Sala Rose y García-Planas–, el doctor Wissmann, secretario de la legación de la embajada alemana, encargado de prensa española, escribe a Ruano una carta en la que le ruega tenga la amabilidad de ponerse en contacto con él a fin de tratar un asunto personal. Carta mecanografiada que se encuentra en el Politisches Archiv de Berlín. En ella, el doctor anota de su puño y letra lo siguiente: “Ruano es un aventurero dañino que en Berlín se hacía pasar por marqués, fue subvencionado a lo grande por el Ministerio de Propaganda y se marchó de Berlín a la estampida, dejando atrás grandes deudas. Ahora vive con un gran tren de vida, al parecer de trapicheos en el marché-noir, de proxenetismo y del tráfico de salvoconductos. He avisado al Servicio de Seguridad (SD)”. Un mes después de la llegada de ese monstruo culto y de buenas maneras –continúan Sala Rosa y García-Planas–, Ruano es detenido por la Gestapo, cuando salía de comer. Y resulta curioso que Ruano dedique un libro entero a relatar las consecuencias de su detención sin explicar por qué lo detuvieron. “Desde luego, no fue por robar relojes, ni por no pagarle la cuenta a una pediatra alemana… ¿Por qué, entonces? En sus memorias dice que lo detuvieron con un valioso diamante, un fajo de doce mil dólares y el pasaporte de una República americana con todos los sellos y formalidades que debía dar a determinada persona que, camuflada, quería salir de París”. Pero la pregunta que queda sin explicar no es por qué lo encerraron sino por qué lo liberaron, al cabo de tres meses. A estas alturas, no cabe ninguna duda: Ruano estafaba a los judíos. Y, según Haro Tecglen, los enviaba a los Pirineos con absurdas contraseñas falsas, sabiendo que allí no iban a encontrar más que deportación o la muerte”.
“Todos los interesados –escriben los autores de este magnífico libro– sabían que Ruano había sido un gran figurón y un posible sinvergüenza que no sólo trapicheó con arte en el París ocupado, sino que, ayudado por el joven pintor Viola e inspirado por él, escribió ‘Manuel de Montparnasse’. Amañó arte y engañó a los pobres judíos que buscaban un salvoconducto español; lo que les ocurriera –nada bueno– al llegar a las cercanías de Andorra, eso al señorito Ruano no le interesaba. Vivía para sí mismo, para gastar en lujo y en vicios y quedar como un señor”. “Los autores de “El marqués y la esvástica” –escribe Luis Antonio de Villena– le han seguido de cerca en la distancia, consiguiendo un trabajo bien hecho, aunque a veces demasiado prolijo, destinado a defender la ‘corrección política’ en la vida privada de los artistas. Ruano es un muy grato escritor menor que (tras leer a sus detractores) sale beneficiado. No como persona: ya sabemos que era un sinvergüenza, como él mismo declaró ante la autoridad nazi, pero, siguiendo la regla de nuestros autores tan anti-ruanistas, no debiéramos leer ni a Céline, ni a Pound, ni quizás a Cocteau que paseó por París a Arno Brecker, el escultor mimado por Hitler. Por no hablar del desinterés bélico y la adhesión franquista de Josep Maria de Sagarra, citando a un catalán. No es esto. Ruano fue un sinvergüenza y acaso un depravado, pero sus libros tienen encanto. Y él, figura, aunque malditísima…”
En el capítulo 22 –Parfaitement dégéneré et depravé– los autores del libro citan su propia confesión: “Hay muchas cosas que uno no puede escribir ni para uno mismo”, confesó Ruano dos años antes de morir. El problema es lo que escribió. Lo que no se puede escribir ni para uno mismo. Convirtió en estética la tortura de los demás. De la pura mentira hizo arte y de la media verdad, pura seducción”. “El arte entero es una gran mentira”, afirmó cuatro años antes de morir, “y sólo por eso es arte”. ¿Qué sintió Ruano, en Madrid, al saber que París lo juzgaba por “atentar contra la seguridad exterior del Estado?” La sentencia no habla de delación a la Gestapo. Selimita a sintetizar el crimen en cuatro palabras; “inteligencia con el enemigo”, y, en esas síntesis, caben demasiadas oscuridades que Ruano practicó en París. Todos, en el gran café literario de Madrid, oían hablar del Ruano negro en el París de los alemanes, y muchos dejaron constancia del rumor en sus libros y memorias. Pero nadie ha escrito una sola línea sobre la sentencia de 1948, hecha pública por el Estado francés y desvelada antes de morir por el propio Ruano.
Lo cierto es que Ruano, según Sala Rose y García-Planas, salió como agente de información de los alemanes, con un buen sueldo, encargado de informarles sobre el movimiento monárquico en España, sirviéndose de su amistad con don Juan. Ruano encajó al milímetro con ese perfil de agente cultivado. Sin esa orden, dictada increíblemente el día de su detención, los alemanes le habrían propinado, de entrada, una paliza. Cinco años después de la caída del Tercer Reich y de que se abrieran las puertas de Auschwitz, justificaba su silencio sobre esos años. Y, al escapar, en 1943, Ruano pensó en varios lugares en los que podría diluirse, como Tánger, Estoril, Mallorca, Ibiza e incluso Buenos Aires. Eligió Sitges, donde no había estado antes. “Después de cuatro años, abandonó este lugar, se estableció en Madrid y dejó el alcohol. El resto, hasta su muerte, en 1965, fue pura escritura. Y, cuando intuyó su propia muerte, volvió al alcohol. Como periodista, Ruano violó todos los códigos deontológicos de su profesión: desde firmar artículos que no escribió hasta cobrar por hacer propaganda ideológica envenenada”.