Revista Deportes
Decía el inefable Marx que la historia no es sino el reflejo de esa lucha eterna que existe entre las fuerzas del capital y del trabajo dentro de los procesos de producción y nadie, que yo sepa, aún ha intentado deshacer este axioma. Es más, gentes de las más diversas ideología y procedencias políticas lo han dado por cierto. A esto creo que se le llama materialismo histórico. Seguramente se ha dicho ya miles de veces antes, pero yo tampoco lo he leído todavía así como yo lo voy a escribir: incluso el propio inatacable y probablemente inatacado materialismo histórico no es sino una propia variante de lo que podríamos llamar a secas: materialismo. No somos, nosotros, los hombres, más que aquello a lo que ha llegado la evolución incontenible de aquel primigenio protozoo. La realidad actual, eso que hemos dado en llamar el mundo, no es también sino la evolución no menos incontenible de una materia primigenia que se ha ido desarrollando gracias a unas leyes que ella lleva impresas en sí misma. Es a una de esas leyes a la que yo quiero dedicar el post de hoy. Con la torpeza que me caracteriza yo la vengo llamando inmanencia. Se han escrito por ahí maravillosos trabajos sobre este alucinante tema, de los cuales sólo voy a citar uno que para mi sólo ya en el título desarrolla todo lo que yo quiero decir: El azar y la necesidad, de Jacques Monod. Somos, es, el mundo una mezcla, un producto de las propias leyes que aquella primigenia materia llevaba implícitas en sí misma y que se han desarrollado a impulsos no ya sólo de la necesidad sino también del azar. Y esto no significa, ni mucho menos, que Marx se equivocara al enunciar su axioma sobre la historia como el resultado de la lucha de las fuerzas del capital y del trabajo en el seno de las relaciones productivas, todo lo contrario, lo que Monod y yo hacemos es ratificar el mismo sólo que extendiéndolo incluso fuera de los límites de la estricta producción económica, es decir estableciendo el materialismo biológico como el principio general. Y todo esto, no se rían, por favor, para decir que tanto Florentino como Mourinho no han hecho sino lo que tenían que hacer dentro del proceso general del materialismo biológico. Florentino lleva toda su vida jugando con fuego, quiero decir que esa actividad suya, tan producente, que ha dado lugar a uno de sus apelativos: El Conseguidor, lleva implícita en sí misma el germen de su propia destrucción. Tú no puedes ir sistemáticamente contra las leyes de la naturaleza sin que ésta, en cualquier momento, te enfrente de bruces con la puñetera realidad. Tú no puedes ser el heredero más representativo de Franco, trabajando incluso para aquellos mismos señores que trajeron a este diosecillo de la guerra a la península para que iniciara su propia cruzada particular, sin que, por algún lado, la materia, la jodida, la puñetera materia, te diga “eh, coño, quieto, que aquí estoy yo”. O sea que tú no puedes buscar por todo el mundo una especie de condottiero o de matón a sueldo que haya ido por todas partes imponiendo sus trampas, a fin de acabar con el más odiado de todos tus enemigos, que son muchos, sin que esa especie de cybor diabólico, al final, se revuelva también contra ti y te coloque en el sitio que como aprendiz de brujo te mereces, es decir, en el más perfecto de los ridículos puesto que le demostrará a todo el mundo que no eres tú, el que algún estúpido llamó un día el Ser Superior, el que realmente manda sino Él, el the special one, el único. Y no te va a servir de excusa ni siquiera ante ti mismo decir: “Sí, todo eso está bien pero yo he acabado para siempre con mi odiado enemigo, El Bien”. Porque el Bien y el Mal son absolutamente invencibles simplemente porque no existen. Pero éste es otro tema, que seguramente trataremos otro día.