El retrato del matrimonio Giovanni Arnolfini y su esposa Giovanna Cenami, fechado en 1434, es probablemente el cuadro más conocido del pintor flamenco Jan van Eyck y también uno de los más populares de la pintura universal. No sólo es una obra maestra en sí misma, sino que además es protagonista de un azaroso viaje hasta llegar a su última ubicación, la National Gallery de Londres. El cuadro es toda una declaración de intenciones respecto a lo que quiere representar, culminado con detalles simbólicos que ilustran lo que el pintor quiere contar.Lo que llama poderosamente la atención es que se especula, con razonamientos más que evidentes, de que se trata de una ceremonia matrimonial. De ser así, nos percataremos de dos detalles sumamente curiosos que ponen en solfa tal situación. El primero de ellos es conferir a tal acto un carácter tan privado como el de una alcoba, lejos de los habituales templos sagrados, de la pompa y el boato. Podría ser una boda secreta, una ceremonia que no quiere trascender. En ese sentido es curioso observar la pose del marido, cuando sostiene la mano de la mujer con su mano izquierda, un gesto que indica que estamos ante una unión morganática, esto es, el matrimonio entre personas de distinto rango social. Un hecho sorprendente, porque tanto Arnolfini como Giovanna Cenami eran de clase alta, un comerciante que había desempeñado cargos importantes en la corte de Felipe el Bueno y una mujer de origen acaudalado. Se especula que quizás el hombre del retrato fuera el hermano de Arnolfini, Michele y su particular ceremonia con una desconocida. Desconocida, por otra parte, que parece embarazada, algo insólito en una boda de tales características con dos personajes pertenecientes a una clase superior. Se argumenta que en realidad es sólo una pose, que la mujer adelanta su vientre o que el pliegue del traje le da la apariencia de estar encinta. Además, se sabe que el matrimonio Arnolfini no tuvo descendencia, a pesar de la simbología sobre la fertilidad que el cuadro destaca en algunos de sus detalles. El color del vestido de ella o la figurita de Santa Margarita, que descansa sobre el cabecero de la cama, a la que se solía invocar en los partos. Todo el conjunto forma una especie de conjuro para favorecer la fertilidad, aunque también existe un mal presagio, tal y como se puede observar en la pequeña gárgola que descansa al fondo y que, por un efecto óptico, parece reposar sobre las manos de los contrayentes. Hay quien habla de exorcismo, un aspecto algo exagerado, si bien debemos tener en cuenta todas la intenciones que, el autor de la obra, nos presenta en cada rincón de tan célebre tabla flamenca. Hay también simbologías con doble interpretación. Las naranjas, que aparecen junto a la ventana, puede indicar poder económico, pues no todo el mundo podía tener a su disposición un producto tan peculiar por aquellos lares, pero también tienen un significado religioso, al estar relacionado con la fruta prohibida del jardín del Edén (no todos piensan que fuera la manzana) y sus consecuencias relacionadas con la lujuria, apoyada en este caso por el rojo intenso de la cama. A esa simbología sobre la fe cristina, habría que incluir la decoración del espejo situado al fondo de la habitación, que ilustra la pasión de Cristo en distintos momentos, amén de que en el mismo se puede observar a dos testigos del evento, uno de ellos el propio pintor, anticipándose al recurso que después emplearía Velázquez en "Las Meninas".
Volviendo al asunto de la identidad de los protagonistas, parece claro que nadie apostaría en serio sobre quienes son en realidad. De hecho, en los archivos, existe una unión marital con el apellido Arnolfini, que se celebró años después de la elaboración del cuadro e incluso después de la muerte de Jan van Eyck, aunque tal apellido era muy corriente y quizás no se pueda ubicar en el tiempo de la obra en cuestión. Algunos apuntan, en una teoría poco convincente, que el personaje masculino, una especie de adivinador, lee la mano de ella, anticipándole su estado de buena esperanza. Sea como sea, el catalogo de la National Gallery de Londres se limita a identificarlo con un escueto "Arnolfini Portrait", sin aludir a su condición de matrimonio. De hecho, se puede pensar que, tan famosa escena, fue ideada por la mente de su autor, sin modelos concretos, en una habitación a modo de escenario y en donde quiso plasmar toda una suerte de símbolos sobre el matrimonio y la fecundidad.
La historia del cuadro y de cómo acabó en Londres es también fascinante y está cargada de incidentes, alguno de ellos muy peculiar. Ochenta años después de su realización, en el año 1516, la obra se encuentra en poder de Don Diego de Guevara, un caballero español que residía en Holanda, quien se lo regaló a Margarita de Austria, regente por aquellos años de los Países Bajos, dejándolo en herencia a sus sobrina, María de Hungría, que se traslada a España en 1556 y pasando a formar parte de la colección de Felipe II en el Real Alcázar de Madrid, lugar donde permaneció hasta el incendio de 1794, pasando entonces al nuevo Palacio Real.
En la guerra de la independencia, las huestes de José Bonaparte saquean todas las obras pictóricas que se puedan trasladar con facilidad, entre las que se encontraba "El matrimonio Arnolfini", pero las tropas del Duque de Wellington les pillan con las manos en la masa y confiscan el arte incautado por los franceses. El militar inglés, de forma honesta, quiere reponer las obras de arte a Fernando VII, que, haciendo gala una vez más de su arrolladora personalidad y competencia, les hace ascos y se los regala al Duque como pago por sus servicios. No obstante, el cuadro no aparece en sus colecciones privadas y dos años más tarde lo descubrimos en Londres, en la casa del coronel James Hay, que había combatido en España a las tropas napoleónicas y que justifica, la posesión del mismo, argumentando que la había comprado al propietario de una casa en Bruselas en donde se reponía de las heridas sufridas en la batalla de Waterloo. Tan extraña explicación es poco convincente y, el hecho de haber estado en España, probablemente a las órdenes del Duque de Wellington, sugiere otro proceder quizás más turbio. Siguiendo con la tónica habitual de las vivencias de la pintura de Van Eyck, el coronel Hay se la regala a Jorge IV, que la expone durante dos años en Carlton House y termina por devolvérsela a Hay, a quien parece que el cuadro le quema en sus manos, a saber por qué, y se la ofrece a un amigo que la deja en depósito, se supone que unos trece años, hasta que en 1842 la National Gallery de Londres la adquiere por un valor de 730 libras esterlinas.
Una obra de arte singular, tanto por ser una pintura magnífica envuelta en cierto enigma, plagada de simbolismos y por su trayectoria, un viaje por la historia entre palacios y contiendas bélicas.