El mayor descubrimiento que haya hecho la humanidad, aquél por el cual Occidente se originó y poco a poco está llegando a su sazón, es… la soledad, la constatación de que la vida es una responsabilidad personal de cada individuo, de que, más allá de los condicionamientos que nos salgan al paso, no hay nadie, en última instancia, al margen de cada cual que nos dicte o tutele lo que hemos de ser y tenemos que hacer. Si alguna vez creímos que era así, ahora estamos sabiendo que fue una ilusión. Ese descubrimiento podemos decir que comenzó en la Grecia clásica, y, no sin altibajos o vértigos declarados, ha ido completándose cada vez más.
Hitos fundamentales de ese proceso que, a base sobre todo de dar la espalda al mundo, ha ido dando forma a la soledad son el “conócete a ti mismo” de Sócrates, la afirmación de San Agustín de que “en el interior del hombre habita la verdad”, que San Pablo había preparado cuando dijo: “Si alguno de vosotros piensa que es sabio según el mundo, hágase necio para llegar a ser sabio. Porque la sabiduría del mundo es necedad a los ojos de Dios”; la afirmación de Guillermo de Ockham (siglo XIV) de que no existen los géneros, sólo los individuos; la de Descartes con su “pienso, luego existo” o la de Soren Kierkegaard: “La subjetividad es la verdad; la subjetividad es la realidad”; y, quizás sobre todo, dentro de la modernidad, la revolucionaria ubicación de Kant de todo principio moral, de toda decisión sobre lo que está bien y lo que está mal, en el interior de cada individuo. A través de todo este proceso, lo que ha ido saliendo a la luz es el ser humano como individuo.
Efectivamente, “lo que entendemos bajo el concepto de ‘individuo’ –dice el fundador de la psicología analítica, Carl Gustav Jung– es una conquista, nueva relativamente, del espíritu humano y de la historia de la cultura”. Ya había afirmado Nietzsche por boca de Zaratustra que “en verdad, el individuo mismo es la creación más reciente”. No decía exactamente lo mismo María Zambrano (estaba un paso más allá), pero sí podemos incluirlo en esta serie de citas: “la revelación a que sentimos estar asistiendo en los tiempos que corren, es la del hombre en su vida”. Ortega sitúa más precisamente en el tiempo la irrupción de este fenómeno: “El Renacimiento descubre en toda su vasta amplitud el mundo interno, el me ipsum, la conciencia, lo subjetivo”. Y Erich Fromm complementa: “El proceso por el cual el individuo se desprende de sus lazos originales, que podemos llamar proceso de individuación, parece haber alcanzado su mayor intensidad durante los siglos comprendidos entre la Reforma y nuestros tiempos”. La gran eclosión de creatividad, de productividad y de avances científicos y tecnológicos que, sobre todo desde el Renacimiento y la Reforma, ha tenido lugar en Occidente, se debe al impulso que la vida tomó desde que el individuo fue reconociéndose en su soledad, o dicho en positivo, desde que descubrió que era libre.
Pero, como decía Ludwig Wittgenstein (1889-1951): “Estar solo con uno mismo, o con Dios, ¿no es como estar solo con una fiera? En cualquier momento puede atacarte”. Cioran también se barruntaba algo semejante: “¿La soledad no es, sin embargo, un terreno propicio para la locura?”. Y Carl Gustav Jung apuntaba hacia los eventuales traumas que se pueden producir con la desaparición del cordón umbilical que nos une a lo que nos trasciende, porque, según él, “conciencia individual significa ruptura y hostilidad”. Ortega y Gasset avisa del profundo malentendido que encierra esta nueva perspectiva sobre el mundo (o debiéramos decir más bien: a pesar del mundo o incluso contra él), porque, según ella, “concluye el hombre creyendo que posee una facultad casi divina, capaz de revelarle de una vez para siempre la esencia última de las cosas. Esta facultad tendrá que ser independiente de la experiencia, la cual, en sus constantes variaciones, podría modificar aquella revelación. Descartes llamó raison o pure intellection a esa facultad, y Kant, más precisamente, “razón pura” (…) En vez de buscar contacto con las cosas, se desentiende de ellas y procura la más exclusiva fidelidad a sus propias leyes internas”. En suma, que esa prometedora trayectoria que abría al hombre grandes horizontes de libertad y responsabilidad podía derivar en la hipérbole de la subjetividad, en la utópica creencia por parte del individuo de que no hay o no debe de haber fuera de él ningún límite a su voluntad, y si lo hubiere, debía de ser derribado, porque él, el individuo, es la genuina fuente de lo real. El peligro que asomaba en los márgenes de esa trayectoria hacia la libertad era que el individuo acabara considerando al mundo (mero aglomerado de limitaciones) como su enemigo.
Así fue ocurriendo en buena medida. La señal de salida en este sentido la dio Jean Jacques Rousseau cuando dijo: “La naturaleza ha hecho al hombre bueno y feliz; pero la sociedad lo ha convertido en depravado y miserable”. Y fue en el terreno del arte, como suele ocurrir, donde mejor encarnó ese nuevo espíritu cuyas raíces se hundían en las profundas perturbaciones que la Revolución Francesa había producido en el alma de los hombres. Así, cuando le preguntaron a Baudelaire que dónde prefería vivir, contestó: “¡En cualquier parte, con tal que sea fuera del mundo!”. Maurice de Vlaminck, pintor representativo del fauvismo, había participado, aunque desde la retaguardia, en las revueltas anarquistas que sacudieron París al final de la década de 1890, con lanzamientos de bombas y numerosos desórdenes. Unos años más tarde escribió: “Mi entusiasmo me permitía tomar todo tipo de libertades. Yo no quería seguir un modo convencional de pintar; yo quería revolucionar las costumbres y la vida contemporánea –liberar a la naturaleza, librarla de la autoridad de las viejas teorías y del clasicismo, a los que odiaba tanto como había odiado al general o al coronel de mi regimiento–. No estaba lleno ni de envidia ni de odio, pero me sentía tremendamente impulsado a recrear un mundo nuevo que había visto a través de mis propios ojos, un mundo que era enteramente mío”. André Breton, en su “Segundo Manifiesto del Surrealismo” se preguntaba con sediciosa actitud: “¿Qué pueden esperar de la experiencia surrealista aquellos que aún se preocupan del lugar que ocuparán en el mundo?”. Una pregunta que era toda una proclama en pro de la inadaptación más radical. Y Vassily Kandinsky, el iniciador del arte abstracto, llegaba a esta reflexión: “Cuando la religión, la ciencia y la moral (esta última gracias a la mano fuerte de Nietzsche) se ven zarandeadas y los puntales externos amenazan derrumbarse, el hombre aparta su vista de lo exterior y la centra en sí mismo”. Reflexión que queda complementada con esta otra que transcribió en 1912: “El artista debe ser ciego a las formas “reconocidas” o “no reconocidas”, sordo a las enseñanzas y los deseos de su tiempo. Sus ojos abiertos deben mirar hacia su vida interior y su oído prestar siempre atención a la necesidad interior”. Ortega certificó: “El artista se ha cegado para el mundo exterior y ha vuelto la pupila hacia los paisajes interiores y subjetivos”.
Precisamente Nietzsche, al que vimos que aludía Kandinsky, ya había vislumbrado lo que se venía encima: “Lo que cuento es la historia de los dos próximos siglos. Describe lo que sucederá, lo que no podrá suceder de otra manera: la llegada del nihilismo”. Incluso le dio tiempo a advertir a los artistas del profundo error en el que se iban a hundir cuando dijo: “El creador quiso apartar la vista de sí mismo, entonces creó el mundo”. Ortega y Gasset, por su parte, tuvo la perspicacia de analizar y poner nombre al tipo de individuo que este profundo malentendido estaba generando: el hombre-masa, del que dejó dicho: “El hombre que analizamos se habitúa a no apelar de sí mismo a ninguna instancia fuera de él”. Con lo que ese hombre-masa acaba arrollando a la realidad circunstante por el mero hecho de estar ahí, oponiéndose o resistiendo a sus deseos y, tal vez, caprichos. Los recientes sucesos de insurrección masiva ocurridos en Inglaterra, a los que me referí en el artículo anterior, son paradigmáticos del modo en que el hombre-masa se sitúa ante lo que le rodea.
Ya Cioran ha venido advirtiendo: “Toda sugerencia de final implica un exceso de subjetividad. La vida como tal no ocurre en el corazón. Sólo la muerte”. Y Milan Kundera apunta hacia la superación de este perverso malentendido cuyas consecuencias estamos sufriendo: “Todo el valor del ser humano se basa en la capacidad de sobresalirse, de emerger fuera de sí mismo, de ser en otro y para otro”. En el mismo sentido, y frente al hombre-masa, Ortega contraponía al hombre excelente: “El hombre selecto o excelente está constituido por una íntima necesidad de apelar de sí mismo a una norma más allá de él, superior a él, a cuyo servicio libremente se pone”. Y redondeaba sus conclusiones aún más: “Civilización es, antes que nada, voluntad de convivencia. Se es incivil y bárbaro en la medida en que no se cuente con los demás. La barbarie es tendencia a la disociación. Y así todas las épocas bárbaras han sido tiempos de desparramamiento humano, pululación de mínimos grupos separados y hostiles”. A esa barbarie hemos dedicado los artículos precedentes.
Así pues, nuestra libertad (y nuestra soledad) tiene límites: los que imponen las circunstancias y nos señala la experiencia. “Yo” no soy algo absoluto e incondicionado: yo soy yo y mi circunstancia. Cuando esto se comprenda, el mayor descubrimiento de la historia quedará completado.