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La Gran Marcha china hacia el oeste.
La Iniciativa de la Franja y la Ruta puesta en marcha por China –cuyo nombre retrotrae a la antigua Ruta de la Seda– podría derivar en fuertes cambios geoeconómicos y geopolíticos. Redactado con ambigüedad para reducir las susceptibilidades, el megaproyecto chino comprende el desarrollo de una serie de corredores económicos mediante grandes inversiones en infraestructura. De este modo, Beijing se aventura en un nuevo enfoque de su política exterior que busca recuperar el «sueño chino»: ser nuevamente un país glorioso y superar de una vez por todas la «humillación nacional».
En el tablero de ajedrez de las relaciones internacionales se vislumbran cambios profundos, entre los cuales están las modificaciones sustanciales del sistema geoeconómico relacionadas con la conexión terrestre entre Europa y China. En 2013, China puso en marcha un proyecto muy ambicioso inspirado en las antiguas rutas de la seda. El presidente Xi Jinping fue el encargado de su lanzamiento durante una visita al vecino Kazajistán, y la mayor parte de los observadores en aquel entonces creyeron que solo se trataba de retórica. No obstante, China avanzó de manera imperturbable, lanzó una ofensiva diplomática y efectuó inversiones multimillonarias en proyectos relacionados con el «gran plan». Entonces, organismos multilaterales, empresas y gobiernos de muchos países empezaron a tomar en serio los anuncios.
Los planes chinos se han hecho conocidos bajo el acrónimo obor, «One Belt, One Road» [una franja, una ruta], abreviatura oficial del proyecto de construir la «franja económica de la Ruta de la Seda y la ruta marítima de la seda del siglo xxi». Esta fórmula ha provocado confusión y malentendidos en Occidente, porque a lo que alude no es ni a una franja ni a una sola ruta. Por eso las autoridades chinas han cambiado la denominación oficial, que ahora es «Belt and Road Initiative» (bri), en español, Iniciativa de la Franja y la Ruta (ifr).
Resumiendo, la iniciativa comprende el desarrollo de una serie de corredores económicos, mediante la construcción y ampliación de carreteras, vías férreas (con preferencia, de alta velocidad), puertos, aeropuertos, plantas de energía, redes eléctricas, líneas de transmisión de datos y otras infraestructuras. Además, se buscará aumentar la capacidad productiva de la industria de las regiones circundantes a los corredores y las zonas aledañas, por ejemplo mediante la creación de parques industriales. Los corredores llegarían así a formar parte de extensas redes logísticas, de transporte y de producción cuya meta es profundizar los vínculos económicos entre China, Asia central, Mongolia, Rusia y Europa, y entre China, Asia oriental, meridional y sudoriental. Eurasia se convertiría en una zona interconectada y entrelazada.
El resultado de los esfuerzos en muchos niveles y de las inversiones previstas de miles de millones de dólares sería un empujón para el desarrollo económico en todos los países implicados y habría repercusiones fuertes y positivas en la economía mundial. La magnitud es enorme: unos 65 países están directamente relacionados con el proyecto de las nuevas rutas de la seda y en la esfera de influencia hay muchos más. Solo los países directamente relacionados alcanzan una población de más de 4.000 millones de habitantes y representan un tercio de la producción y 35% del comercio mundial. Dirigentes chinos estimaron en 2016 que la iniciativa, que apenas estaba en marcha hace tres años, había generado ya compromisos de financiación de 890.000 millones de dólares. Algunos comparan la ifr con el Plan Marshall impulsado por Estados Unidos para la recuperación económica de la Europa destruida por la Segunda Guerra Mundial; otros han bautizado la iniciativa «un gigantesco New Deal». Obviamente, la ifr es un proyecto de talla global que no carece de ciertas dosis de gigantismo.
Tres sorpresas: visión, metodología, concepto de desarrollo
Mirando de cerca los documentos oficiales y la infinidad de declaraciones, podemos subrayar al menos tres aspectos que pueden causar sorpresa. El primero es que la ifr se inspira en una visión que provocaría cambios tectónicos en los ámbitos geoeconómico y geoestratégico si se lograse hacerla realidad. El segundo es que la ifr intenta poner en práctica sus objetivos con métodos inusuales y poco ortodoxos. Y el tercero es que el proyecto se guía por una concepción de desarrollo sorprendentemente simplista.
En cuanto al primer aspecto, lo que suscita preocupación en unos e inspira entusiasmo en otros es que la ifr apunta a cambios fundamentales de la estructura básica geoeconómica. Actualmente, Asia y eeuu, Europa y eeuu, así como China y Europa son esferas de intercambio y cooperación separadas. Dos de estas tres esferas, el bloque transatlántico y el bloque transpacífico, son dominadas por eeuu. La ifr plantea fusionar Asia y Europa en una sola entidad a través del impulso que generarían los nuevos corredores económicos. Surgiría así un nuevo centro de gravedad comercial y productivo, al que se acoplarían los países del océano Índico a través de la Ruta Marítima de la Seda. Si resultase esta fusión, el eje dinámico de la economía mundial se trasladaría a Eurasia y el peso de eeuu en el sistema global se reduciría.
Es evidente que estas perspectivas no son del agrado de muchos de los estrategas de relaciones internacionales en los países de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (otan), porque temen perder control e influencia. A esto se agregan las preocupaciones suscitadas por el segundo aspecto sorprendente de la ifr, que es la forma en que China pretende implementar los cambios tectónicos que sus planes sugieren. Los métodos y medidas para sacar adelante la ifr no se basan en los acostumbrados conceptos de integración y cooperación económica. Los estrategas chinos saben que es imposible concretar su visión sin socios y aliados, por eso presentan su iniciativa como un proceso abierto que se definirá con mayor precisión sobre la marcha y en el cual se pueden integrar todos los interesados para darle forma. Esta manera de proceder contrasta con la acostumbrada por Occidente, que requiere definir ex ante a través de instrumentos legales el alcance, las reglas, las responsabilidades de los participantes y mucho más, especialmente cuando se trata de grandes proyectos transfronterizos.
El último documento oficial chino define las intenciones de la ifr en términos sumamente abiertos y cooperativos: «China defiende un espíritu de la Ruta de la Seda caracterizado por la paz y la cooperación, la apertura y la inclusividad, el aprendizaje recíproco y el beneficio mutuo; persiste en el principio de la deliberación común, construcción conjunta y codisfrute; amplía constantemente el consenso de cooperación (…) y promueve su construcción conjunta (…) en la que todas las partes participan». Los encargados de promover la ifr en el extranjero y los diplomáticos chinos no se cansan de presentar el proyecto como empresa en la que saldrán ganando siempre ambas partes (situación win-win), es decir, ganarán China y también el respectivo país que acuerde con China en el contexto de la ifr.
Si bien el discurso oficial chino presenta la ifr de la manera más abierta y acogedora posible, no se puede pasar por alto que el engranaje de la iniciativa consiste en acuerdos bilaterales entre China y países individuales o grupos de países y algunos organismos multilaterales. No existe ni está previsto un mecanismo de coordinación para tratar los aspectos que se escapan del ámbito bilateral. No hay duda de que la ifr es una iniciativa china, motorizada, financiada y controlada por China. Mientras no se la multilateralice por lo menos en parte, la insistencia de Beijing referente a la situación win-win será vista con desconfianza. Los comentaristas en muchos países se preguntan si win-win no se refiere más bien a que China quiere ganar dos veces. Hasta que no se aclare esto, será prematuro festejar la ifr como metodología novedosa de integración y cooperación internacional, capaz de reemplazar instrumentos como los acuerdos regionales comerciales.
El tercer aspecto de la propuesta china que causa sorpresa es el concepto de desarrollo en el cual se basa. Este concepto parece tan simplista que obliga a sospechar que los propagandistas esconden elementos importantes. En una conferencia internacional en Beijing en 2015, el director de un think tank oficial nos resumía la esencia del concepto chino de desarrollo que se exporta a través de la ifr en la fórmula: «Si quieres desarrollo, tienes que construir una carretera». Sin embargo, los dirigentes chinos, al igual que los del resto del mundo, saben que los proyectos de infraestructura no son automáticamente rentables; que no necesariamente generan crecimiento económico y que no incentivan inevitablemente la formación e integración de cadenas de valor. Es por eso que en sus programas de desarrollo interno China no solo invierte en infraestructura (150.000 millones de dólares por mes, o sea más de un año de inversión en la ifr), sino que suele combinar estas inversiones con la instalación de parques industriales o de zonas económicas especiales que se basan en elaboraciones estratégicas y de planificación sofisticadas.
Sin embargo, varios proyectos que oficialmente forman parte de la ifr son meros planes de infraestructura de dudosa rentabilidad y en algunos casos solo sirven para complacer a algún gobernante autoritario al que Beijing necesita como aliado. Hay una serie de proyectos que no están conectados con la agenda de desarrollo de los países receptores ni con la agenda internacional de desarrollo. En un documento reciente, el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (pnud) subraya que existe un gran potencial para lograr sinergias entre la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible, que plantea los famosos 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible (ods), por un lado, y la ifr, por el otro. Pero al mismo tiempo se advierte que los proyectos provistos por la ifr pueden causar daños ambientales y sociales y poner en peligro la estabilidad macroeconómica, especialmente de países pobres y débiles. El documento de la Organización de las Naciones Unidas (onu) es un llamado urgente a conectar sistemáticamente la ifr con los ods, lo que nos remite, una vez más, a la necesidad de generar una plataforma multilateral donde se pueda discutir y ofrecer solución a los problemas de carácter regional e internacional que sobrepasan los mecanismos bilaterales en los que se basa la ifr hasta ahora. China es consciente de que, tarde o temprano, tendrá que enfrentar este problema. En uno de los documentos oficiales claves ya se leía en 2015 que se consideraba necesario ampliar la coordinación política y que haría falta promover la cooperación intergubernamental.
Un actor internacional reacio
Las nuevas rutas de la seda son sin duda un proyecto de envergadura enorme y constituyen la iniciativa política internacional de mayor trascendencia desde la fundación de la República Popular. El hecho de que China últimamente asuma una actitud proactiva en el escenario internacional está resucitando viejos temores en el oeste. Falta poco para evocar metáforas como el «peligro amarillo», que se acuñó en círculos colonialistas a fines del siglo xix.
Desde aquel entonces circula por los debates políticos la idea de que China usará su inmenso potencial primero para romper la hegemonía de Europa y eeuu en el sistema internacional y después para establecer la suya. El éxito económico de la República Popular China desde los años 70 del siglo pasado alimentó una vez más estas sospechas. Empezaron a proliferar publicaciones con títulos como «Cuando China domine el mundo. El fin del mundo occidental y el nacimiento de un nuevo orden global», que tratan de explicar las intenciones de China en Asia y en el resto del planeta. La tónica de este texto y de muchos otros es de desconfianza, disgusto u hostilidad abierta, porque los autores asocian el ascenso de China con el necesario descenso de Occidente, lo que carece de cualquier relación lógica.
Para romper el círculo regresivo de temores racistas y reacciones agresivas, conviene evaluar el rol de la ifr en el contexto de la doctrina y práctica de la política exterior china que, evidentemente, está cambiando en los últimos años. Deng Xiaoping, quien dirigió el proceso de apertura y reforma económica entre 1978 y 1992, pidió perfil bajo en asuntos internacionales, no participar en alianzas y abstenerse de intervenir en los asuntos de otros países. Todos los esfuerzos debían estar concentrados en «poner la propia casa en orden». Pero, al mismo tiempo, los dirigentes exhortaban a sus conciudadanos a no olvidar nunca la «humillación nacional» que el Imperio del Medio, la principal potencia mundial, había sufrido desde 1800 por las intervenciones occidentales y japonesas, incluyendo guerras sangrientas. El tópico de la humillación nacional está presente en el discurso político desde el líder nacionalista Sun Yat-sen y fue adaptado por los comunistas en 1945. Este discurso se combinó con la promesa de que la humillación iba a ser compensada algún día por el «rejuvenecimiento nacional», es decir, mediante la recuperación o resucitación de la antigua grandeza. El Partido Comunista siempre se presentó como única fuerza capaz de lograr esto, aunque ello ocurriría en algún futuro lejano. De este modo, se mantuvo abierta la herida, pero se evitaron las repercusiones en la política exterior y los impulsos prematuros para transformar el éxito económico en influencia internacional fueron controlados por la dirigencia bajo la tutela de Deng.
Pero el peso económico de China seguía aumentando y rápidamente rebasó el peso político que el país tenía en el sistema internacional. Por eso, desde hace más de una década, existen reclamos de que China asuma mayores compromisos en la arena global. Una de las voces atentamente escuchada también en Beijing fue la de Robert Zoellick, el representante de Comercio del gobierno de George Bush (2001-2005), quien había completado las negociaciones para la integración de China a la Organización Mundial de Comercio (omc) y posteriormente fue presidente del Banco Mundial. Zoellick criticó a la República Popular por ser un actor internacional «reacio» y pidió que asumiera las responsabilidades internacionales que le correspondían.
Durante el mandato del presidente Hu Jintao (2002-2012) hubo indicios de que China había empezado a jugar un rol internacional más activo y proactivo, sobre todo para asegurar sus inversiones e intereses comerciales en el extranjero, así como para garantizar el suministro de energía y de materias primas. Pero recién con Xi Jinping el país abandonó su actitud discreta y pasiva y empezó a definirse abiertamente como gran potencia moderna, cuya fuerza se basa en su poder económico y militar. El nuevo discurso hace referencia a la idea del «rejuvenecimiento» y anuncia la realización del «sueño chino» de ser nuevamente un país glorioso y superar de una vez por todas la «humillación nacional».
Hacia una política exterior proactiva
En contraste con la etapa anterior, China hoy no solo ofrece participar activamente en la búsqueda de respuestas a problemas internacionales, sino que propone facilitar y liderar la consecución de soluciones. En varias oportunidades Xi Jinping ha subrayado que el mundo necesita un orden más racional y más justo y que su país está preparado para asumir un rol protagónico para lograrlo. En el Foro Económico de Davos de este año, Xi Jinping anunció que China está dispuesta a defender el proceso de globalización y a asumir un papel protagónico en su futura configuración. Con cada vez mayor frecuencia, los dirigentes chinos ofrecen «soluciones chinas» para cualquier problema internacional, tal como últimamente para estabilizar los esfuerzos globales relacionados con el cambio climático, después de la salida de eeuu del Acuerdo de París.
Sin embargo, esto no significa que China tenga la intención de abandonar el orden internacional actual o que quiera desplazar a los actuales actores dominantes. Hace años, China está ampliando sistemáticamente su participación en organismos multilaterales, especialmente del sistema de la onu. La República Popular es el tercer mayor contribuyente al presupuesto de la onu y el segundo en operaciones de mantenimiento de la paz. Además, tiene un expediente muy bueno de acatamiento de decisiones del g-20. También se le reconoce haber hecho contribuciones importantes para superar las crisis financieras internacionales de 1997 y 2008.
Ya que el gobierno chino es consciente de que no inspira confianza en la comunidad internacional, procede de manera cautelosa tratando de no parecer dominante. Usualmente, evita asumir la posición de mando o un rol demasiado visible. En resumidas cuentas, China está ampliando su presencia en las instituciones y estructuras internacionales, de manera constante, discreta y respetando las reglas. A esto se agrega que, en contraste con eeuu, no se ha perfilado como poder militar y ha evitado intervenciones militares fuera de sus fronteras.
Por otro lado, China considera que la comunidad internacional le deniega el reconocimiento de sus contribuciones, logros y necesidades. En la visión occidental del mundo y de las relaciones internacionales, las preocupaciones chinas son prácticamente inexistentes, aunque desde la perspectiva china haya muchas razones para estar preocupado. Del tamaño del país se derivan riesgos que requieren medidas de precaución. China tiene una frontera marítima de 14.500 kiló-metros y una frontera terrestre de 22.457 kilómetros; colinda con 14 países y mira otros seis a través del mar. Varios de los vecinos constituyen un riesgo latente, como Indonesia por los avances del islamismo, o un riesgo actual, como Afganistán por el agravamiento de la guerra, para mencionar solo dos ejemplos.
Teniendo en cuenta el panorama de riesgos y amenazas en sus alrededores, la presencia económica china en los países vecinos y en zonas más lejanas no solo es una cuestión económica, sino un asunto de seguridad. Hoy China es el poder comercial más grande en toda Asia y está en camino de convertirse también en el inversionista más fuerte. El aseguramiento de los intereses comerciales y de inversión a través de una diplomacia de infraestructura comenzó hace tiempo. Una amplia gama de actores económicos y políticos chinos, con motivos e intereses diversos, ha generado un sinnúmero de proyectos y acciones en muchos países sin coherencia ni interconexión.
A partir de 2012, Xi Jinping empezó a relacionar la expansión económica en curso con la idea del sueño chino de tener un rol proactivo en el mundo. Para eso era necesario transformar el laberinto de proyectos, acciones e intereses de los distintos actores en el exterior en una sola visión, un solo discurso y una estrategia coherente. La nueva concepción fue lanzada en 2013 bajo el título de la Franja y la Ruta. Así, China busca integrar todos los importantes procesos económicos y políticos que enfrentaba en un esquema general, para poder relacionarlos con intereses y objetivos de corto y largo plazo.
Por su bagaje marxista, los líderes chinos están convencidos de que tiene sentido un gran plan que integra motivaciones e intenciones porque creen que incluso los macroprocesos son planificables, o por lo menos «piloteables». El resultado esperado es nada menos que asegurar el futuro del desarrollo económico del país, abriendo nuevas oportunidades de crecimiento y al mismo tiempo garantizando su seguridad. En el discurso político, seguridad se traduce en interdependencia económica. Cuando de ambos lados de las fronteras hay actores interesados en mantener las redes productivas y comerciales transfronterizas, el riesgo de conflictos es insignificante.
Está por verse si realmente se ha logrado fusionar el cúmulo de expectativas dispersas presentes en los distintos estamentos, sectores y regiones chinas. La lista de motivos para unirse a la ifr es larga, contradictoria y hasta ahora no hay priorizaciones, ponderaciones y responsabilidades claras: se quiere fortalecer la economía de las provincias conflictivas en el oeste; se quiere impulsar la integración en Asia central y mitigar así los conflictos en la región; se quiere abrir nuevas fuentes de crecimiento, estabilizar la debilitada industria de la construcción; se quiere, a su vez, sacar provecho geoestratégico del superávit crónico de la balanza de pagos y de las enormes reservas en moneda extranjera. Y, sin duda, un motivo fuerte es que China quiere reforzar su liderazgo en Asia.
Tarde o temprano se tendrán que traducir los motivos y objetivos en jerarquías y secuencias de medidas coherentes y definir responsabilidades, así como mecanismos de supervisión. En su defecto, la interacción de los departamentos de ifr que hay en todas las provincias, en un sinnúmero de organismos estatales y en muchas de las empresas grandes producirá una tremenda confusión. De las necesarias coordinaciones con posibles socios extranjeros se hizo mención arriba.
Del discurso al hecho hay mucho trecho
No cabe duda de que el mundo necesita urgentemente un impulso fuerte para lograr avances en el desarrollo, especialmente en la parte pobre de Asia. Un estudio de 2009 del Banco Asiático de Desarrollo estima que inversiones en infraestructura de una magnitud de 8.000 millones de dólares en una década generarían ingresos de 13.000 millones de dólares. Y muchos consideran, precisamente, que el mayor obstáculo para el desarrollo en la parte pobre de Asia es su infraestructura deficiente. Desde una perspectiva más amplia, un impulso de desarrollo sería deseable para alcanzar los grandes objetivos que forman parte de la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible. La brecha entre las necesidades de inversión y los compromisos de financiamiento es inmensa. Según cálculos publicados por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (ocde), es preciso invertir cada año 2.500 millones de dólares adicionales a lo que se invierte actualmente si realmente se quiere alcanzar los ods.
Las inversiones chinas en el contexto de la ifr no podrán cerrar por completo la brecha de inversión en Asia, pero indudablemente harán una diferencia. No hay ninguna otra iniciativa de una magnitud similar sobre la mesa o a la vista. Aun si la ifr solo tuviera un éxito parcial, generaría importantes ganancias de bienestar. Por lo tanto, la actitud recomendable para Occidente es involucrarse y cooperar para multilateralizar el proyecto y superar sus debilidades. La iniciativa todavía está en su fase inicial y falta definir y desarrollar muchos aspectos. Según investigadores chinos, la fase de planificación estratégica durará hasta 2021 y recién entonces empezará la implementación, que tomará como mínimo de tres a cuatro décadas. Por consiguiente, el momento actual es propicio para acoplarse.
El Foro de la Franja y la Ruta para la Cooperación Internacional que tuvo lugar en Beijing a mediados de mayo de 2017 atrajo a 29 jefes de Estado y de Gobierno y representantes de 130 países. Las grandes potencias económicas mandaron solo emisarios de menor rango y cedieron el centro del escenario a personajes como Vladímir Putin, Recep Tayyip Erdoğan y una serie de gobernantes autoritarios asiáticos.
Por otro lado, la Unión Europea, los gobiernos de varios países miembros y los think tanks de eeuu han empezado a procesar y comentar de manera exhaustiva la ifr. Por la ausencia de visiones políticas para el futuro de la globalización y del desarrollo en otras partes, China ha conseguido la capacidad de definir el marco del debate de la política internacional. La participación de 130 Estados en el Foro de Beijing demuestra que el discurso que cubre la propuesta china resulta sumamente seductor.
Según un estudio reciente de la fes y el sipri, existe una ventana de oportunidades para la ue de confluir con China y otros actores para contribuir a calibrar y explicitar la ifr. Hay que lograr que el gran plan fortalezca, y no debilite, un orden internacional basado en normas. Para eso habrá que atender una larga lista de dudas y críticas y lograr acuerdos. Algunos ejemplos de puntos controvertidos: ¿cuál será la estructura de la ifr y cómo se organizará el proceso de toma de decisiones? ¿Habrá alguna forma de afiliación formal al proyecto, al margen de los contratos binacionales? ¿Cómo podría despejar China la preocupación de países pequeños que temen que, afiliándose a la «comunidad de destino» promovida por China, se convertirán en Estados vasallos? ¿Seguirá el proyecto abierto para regímenes autoritarios que violan masivamente los derechos humanos? ¿Se seguirá aceptando como contrapartes a regímenes altamente corruptos? Las inversiones chinas en el extranjero ¿cumplirán estándares ecológicos, laborales y sociales? ¿Cómo se atenderán las frecuentes protestas populares contra megaproyectos? ¿Cuáles podrían ser las medidas destinadas a ganar la confianza de los países hostiles a la iniciativa, como la India, Japón y eeuu, entre otros? Y, finalmente, ¿cómo se puede lograr local e internacionalmente un compromiso con el espíritu del proyecto que vaya más allá de la disposición de absorber tácticamente algún programa de inversión?
El punto clave que habrá que aclarar es cómo evitar la trampa de la «gigantomanía». A los planificadores de todo el mundo les gusta ponerse en el lugar de dios. Mueven montañas, desvían el curso de ríos, construyen ciudades e industrias de la nada y generan conexiones que superan distancias inimaginables. El límite para la inspiración y la fantasía técnica y planificadora es la disponibilidad de financiamiento. China cuenta con reservas de moneda extranjera de tal magnitud que se puede dar el lujo de no insistir en primer lugar en la rentabilidad de sus proyectos en el exterior. Si estos cumplen los objetivos políticos o estratégicos, no importa si no son rentables o que quiebren. Según datos de Gavekal Dragonomics, los inversionistas chinos calculan pérdidas de 80% en Pakistán, 50% en Myanmar y 30% en los países vecinos de Asia Central. Esto no es de asombrar, tratándose de países de alto riesgo para inversiones y con grandes problemas de gobernabilidad. No es necesariamente malo que China esté dispuesta a hacer experimentos y correr riesgos altos. Sin embargo, si quiere que otros países o el capital privado internacional inviertan en sus proyectos, será inevitable llegar a estándares compartidos de evaluación de riesgos. En una posible negociación también se tendrá que evaluar la eficacia de proyectos grandes en Occidente. En una serie de estudios basados en una muestra amplia de megaproyectos en todo el mundo, Bent Flyvbjerg y su grupo cuestionan la idea de que altas inversiones en infraestructura sean un precursor del crecimiento económico. Pueden, al contrario, causar daño, como cuando un país se endeuda para construir infraestructura que después no resulta rentable. Si realmente se trata de avanzar en la agenda del desarrollo, habrá que usar métodos que den resultado. Ser más exigente en este aspecto podría resultar igualmente beneficioso para China y para sus potenciales socios occidentales.
Fuente: Nuso
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