En alguna ocasión ya he descrito la emoción de encontrar en un libro viejo la presencia de su antiguo propietario, ese cordón umbilical entre lectores que se ceden el testigo anónimamente a través de unas páginas ya recorridas antes por otros ojos.
Lo que no me había sucedido nunca era encontrar a la propia autora de la obra en ésta. Y no hablo en sentido literario, sino literal. Y menos que este hecho le añadiese, finalmente, el colofón más sentido, vibrante y devastador al poemario que encontré hace unos meses en una librería de lance que frecuento y por la que navego sin rumbo ni cronómetro, cuando tengo ocasión.
Es un libro de poemas sencillos y hermosos, escritos a corazón abierto, dedicados, en su mayoría, al amor perdido y al sentimiento que provoca su ausencia.
Sin embargo, los mejores versos habían sido añadidos a mano por la poeta, en la dedicatoria que, escrita en la página inicial, bajo el título y el nombre de la autora, con una bella letra redonda dibujada veinte años atrás, volvían a clamar (intuyo que en vano) en el desierto de desamor que habría de extenderse en las siguientes páginas:
«Querida (nombre de mujer): ¿Cuándo hacemos una tertulia-comida y charlamos de todo esto con tranquilidad? Un beso y hasta pronto».
El ejemplar, escondido en un montón de volúmenes de segunda mano amontonados en un rincón de la caótica librería, me costó dos euros y medio.