Por Juan Aguzzi
Se sabe: hacia afuera, para los que la miran con una suerte de admiración y curiosidad, en el resto del país y aun en el extranjero, Rosario es –y ha sido– una cuna de artistas que casi, casi, abarcan todas las disciplinas. Al mismo tiempo, los que habitan estos lares lo entienden así, y más pronto que nunca puede escucharse de sus bocas el lamento de que para que tal cosa ocurra –que podría llamarse reconocimiento o éxito de acuerdo a las aspiraciones de quien porte alguna virtud de ese tipo– todos tienen que haber abandonado la ciudad en algún momento porque la admisión de esas cualidades será legítima sólo si tiene lugar en otras metrópolis, que cuanto más grandes sean mayor será la capacidad de otorgar autenticidad a la obra o manifestación artística. Independientemente de si al artista se lo vuelve a ver por estas calles o si las mieles de esa fortuna lo inundaron y alejaron para siempre. Y es probable que si ha vuelto, el resplandor que consiguió afuera se vaya diluyendo de a poco junto a la proyección económica que seguro vislumbró cuando fue saludado por crítica y público de, por ejemplo, Buenos Aires, sello al que se aspira por cercanía y masividad. El regreso suele ser, frecuentemente, por razones más personales que artísticas; a veces porque la rutina de ese “triunfo” terminó haciéndose insoportable y lo económico no terminaba de compensar las deudas espirituales o de tenor parecido. Y también porque se extrañaban estos parajes y a la gente cercana que lo habita, y que tanto otorga para la templanza imprescindible para continuar creando.
Mito del rock vernáculo
Opuesta a esta argumentación podría decirse que al menos desde hace un par de décadas hay creadores que decidieron quedarse; que encuentran un solaz en terreno propio que temen no encontrar en los extraños; que circulan mucho la palabra, la pintura, el audiovisual y la música, y que dadas las plataformas digitales con las que se cuenta los materiales pueden expandirse alrededor del mundo. Pero hubo una época en que tal cosa era imposible si no se contaba con una importante producción detrás. Es decir, quienes escribían necesitaban que una editorial con peso específico publicara alguna obra y luego lograra traducciones en otros países; quienes pintaban, aspiraban a las bienales o a estudiar con maestros que los animaran a recorrer otros espacios; los realizadores audiovisuales se afanaban por participar de festivales internacionales clase B; los músicos por grabar con un sello que difundiera sus materiales a la vasta escucha que proporciona su lenguaje universal.Fuera del anclaje local, ha pasado con el tango y su inserción en los países escandinavos o con el mismo chamamé, del que franceses y japoneses han hecho un culto, pero también pasó con el rock vernáculo, algunas de cuyas historias, sobre todo de las bandas que podrían denominarse pioneras, fueron conformándose como mitos en el circuito popular allegado, ya sea por su origen y devenir hasta –y fundamentalmente– por sus materiales editados. Una de esas historias es la de Pablo el Enterrador, que alcanzó el nada desdeñable sueño de que su primer y a esta altura antológico disco (allí se establecía su identidad musical) fuese editado en Japón y además se convirtiera en furor, logrando en poco tiempo agotar las ediciones, con críticas que llegaban a compararlo con Genesis, el King Crimson inicial y la italiana Premiata Forneria Marconi, y que el año pasado adolescentes nipones armaran un grupo con una sonoridad calcada de la banda y se atrevieran a cantar sus canciones en un más que dudoso castellano pero que no deja de dar una idea de la magnitud de su penetración en el país del sol naciente.
La leyenda, una marca en el orillo
Formada a comienzos de los 70 en Rosario, ya el nombre de la banda fue motivo de distintas apreciaciones respecto a su origen. Algunos dicen que a sus integrantes originales, Jorge Antún, Koki Andón Brandolini, Juan Carlos Savia, Rubén Goldín y Lalo de los Santos, les gustaba tocar en el Cementerio de Disidentes rosarino y conocieron allí a uno de los enterradores que les preparaba un espacio para que conversaran acerca de los temas que tenían en mente y metieran algunos acordes mientras les ofrecía unos mates, cuyo nombre era Pablo, y que fue volviéndose tan fanático de la banda que todos sintieron que había que devolverle los favores.Afincado en Quilmes, Felipe Surkan es productor discográfico y editó todos los discos de Pablo el Enterrador, conoce como pocos su historia y le cuenta a Barullo algunas postas de su itinerario. Se detendrá en la aparición del disco en Japón, que destaca un rasgo de la banda que contribuye a su carácter enigmático, pulido por relatos que ponen de relieve lo que podía haber sido y lo que fue y que la reconcilia con la leyenda, una destacable marca en el orillo que no muchas formaciones musicales ostentan. “Es muy rara la historia de Pablo, ellos arrancan en el 73 haciendo un estilo de rock sinfónico medieval y cuando graban el primer disco salen 300 vinilos, sólo de promoción, y como no tiene buena repercusión la discográfica no hace más, ese disco hoy es de colección. Lo cierto es que en 1988 vuelve a editarse en vinilo en Japón, se desconoce quién hizo el trato, pero lo cierto es que consiguen el máster y hacen una tirada; la diferencia entre ambos discos es que la edición argentina tenía una leyenda que decía prohibida su venta, sólo para difusión y tenía el logo de RCA; por supuesto la versión japonesa no tiene eso, sólo se ve la gráfica del disco y adentro vienen las letras en japonés y es una edición especial. Los integrantes de la banda han negado una y otra vez haber autorizado esa edición pero en Japón se transformó en un disco de culto y se calcula que hubo una tirada de entre mil y dos mil discos, y también eso propulsó que la banda fuera reconocida en el ámbito de la música progresiva a nivel mundial y en no pocos espacios especializados ese disco está considerado como el mejor disco de rock sinfónico de la Argentina”, cuenta Surkan, tal como lo atestiguan algunos chats de Facebook en cuentas japonesas donde algunos usuarios agradecen haber conocido a la banda gracias a esa ya lejana edición.
Elementos del azar
Surkan continúa ilustrando acerca de ese disco que muchos creyeron que era otro mito que alimentaba al de la errática existencia de la banda: “Con suerte la edición japonesa puede encontrarse a la venta en páginas como Mercado Libre o E-Bay. Hace diez años atrás me contacté con otros japoneses y me enteré que se hizo una reedición en CD, en 2009, y fue otro éxito de venta. También hubo un productor brasileño que compró el vinilo japonés y se contactó con la banda para editarlo en su país. En el 97, ya con otra formación que incluía a José María Blanc, a Marcelo Sali, a Jorge Turco Antún (líder natural en esa época), Omar López, Jorge Urquilla y Lucas Russo, Pablo López, Federico Falco y Eduardo Di Melfi editan Bajo sentido de lucha en un sello argentino. Con mi sello –Viajero Inmóvil Récords– lo reedito incluyendo bonus tracks y hay también una grabación del show que dieron en el Fundación Astengo, que es un material muy valioso y pienso editarlo como un rescate histórico, ya que la banda no hizo más de una decena de shows en vivo”.Ese disco editado en Japón también llegó a Estados Unidos, lo que implica que el rock sinfónico de Pablo el Enterrador produce fanatismo y que más allá de las tácticas para fomentar ese mito que a la misma banda le gusta corroborar, pero que siempre parece excederla, pone de manifiesto que el talento no depende de la voluntad de hacerlo trascender –si lo sabrán los rosarinos– sino de ciertos elementos del azar, a veces hasta de carácter alucinatorio pero paradójicamente extraordinarios, tanto como que Pablo el Enterrador podría no ser la gran banda que fue y es y su disco igual hubiera vuelto locos a los japoneses.
Juan Aguzzi