
Nadal, en su trayectoria ha elevado a categoría esencial la pedagogía del esfuerzo; su personalidad brilla por su voluntad de superación, por su determinación para crecerse en la dificultad, por su extraordinario carácter firme y luchador hasta lo imposible. En esta sociedad del sistema educativo lúdico y laxo, de inclinaciones indoloras, ideologías placenteras, valores cómodos y concepciones débiles, muestra que, para triunfar no sirven los vericuetos, sino el empeño, la tenacidad, el trabajo y la eficacia; no es campeón por casualidad ni héroe, por improvisación; en la alta competición, no vale el tráfico de influencias ni el favoritismo. Nadal ha triunfado por su ahínco: Ejercitó su izquierda para conseguir esa cierta primacía del zurdo; se domeñó hasta prevalecer tanto en la hierba y el cemento, como en la tierra batida; su saque era flojo, pero, ante su importancia, llegó a impulsar la bola como un rayo; ha triunfado en todo tiempo y lugar y contra todo tipo de rivales.
Todo ello gracias a su dedicación y lesiones, que han acribillado su cuerpo y le han retirado meses de las pistas. Sus éxitos se asientan en años de entrega y entrenamiento, van revestidos de una larga lucha en soledad contra el tiempo, la rutina y el desánimo. Es hoy un jugador completo, el mejor, por su afán enorme de crecer, de ampliar su juego, de no caer en la conformidad, por aspirar siempre a más, y perfeccionarse con todas sus fuerzas mediante el sacrificio, el trabajo, la energía y el coraje.
Rafael, en estos tiempos de glorias pasajeras y ganancias perentorias, ha hecho del deporte el ritual del tesón y la disciplina, de la tenacidad y la perseverancia; se ha convertido en motivo de orgullo para todos los españoles, es un héroe querido y venerado, porque representa el espíritu de superación, entereza y compromiso; es un campeón humilde y generoso que se ha ganado el respeto de sus rivales y la admiración de un público al que siempre atiende y siempre sonríe. Por doquier, se enorgullece de ser español; va haciendo sencilla profesión de españolidad sin alardes y exhibe, con toda naturalidad, su arraigo patriótico sin complejos, sin conflictividad, lo que refuerza su halo de simpatía cercana e impide y deja sin cabida ese pecado nacional de la envidia por sus logros.
Insensiblemente, piensa uno en la clase política, la “biempagá”, que no tiene ninguna de las cualidades y los valores de sus mejores deportistas; ellos se convierten en símbolo para un pueblo que desdeña el tesón y el empeño, cultiva la indolencia, se burla del mérito, busca la componenda y el dinero; de sus errores, siempre culpa a los demás y huye del trabajo diario y la firme voluntad. Ciertamente, mucha gente cambiaría los deficientes políticos por nuestros deportistas internacionales sin pensarlo, aún a costa de equivocarse. Pero con Nadal, seguro, que no habría yerro.
C. Mudarra