En una ciudad pacata como Sevilla lo anormal sería lanzar una propuesta valiente y que no te salieran detractores de hasta debajo de las alfombras. La osadía nos una virtud que goce de veneración aquí.
Es lo que ha ocurrido con la proposición que la Agrupación Sindical de Conductores (ASC) de Tussam ha planteado a la opinión pública de implementar un canon a los vehículos privados que circulen por el casco histórico de la ciudad que contribuya a paliar su impacto ambiental y a sufragar los costes del transporte público.
Se podrá estar de acuerdo o no con la idoneidad de la medida y se podrá cuestionar la oportunidad de su planteamiento, justo ahora que los defensores a ultranza de ir con el coche hasta el retrete están de enhorabuena tras la apertura general de la veda que ha supuesto la derogación del Plan Centro por Zoido. Podrían haber callado y plantearla en la intimidad de un despacho, sin embargo han preferido hacerla pública para que se abra el debate, ese gran enemigo de la vulgaridad.
Lo que no es de recibo de ninguna manera es que el que se plantee una medida de manera constructiva se utilice para desprestigiar e incluso insultar no ya al sindicato que lo hace, sino a todo un colectivo de trabajadores que, en la mayoría de los casos, nada tienen que ver con ella. A algunos, el miedo a confrontar ideas y pareceres les provoca verdadera diarrea mental.
Nadie se ha parado a pensar que lo que se pretende es mejorar ostensiblemente las condiciones ambientales y de habitabilidad de un entorno tan valioso como el centro de la ciudad y, a la vez, hacer más viable un servicio público de primera necesidad como el transporte urbano colectivo. Merecería la pena calcular a cuántos miles de sevillanos beneficiaria la consecución de dichos objetivos. A fin de cuentas, en eso consiste el debate. Sin embargo, no hay más que darse una vuelta por los comentarios de la noticia para calibrar la cantidad de catetos que habitan en esta ciudad inmortal.
Las tarifas de congestión (así es como se denominan) no las vamos a inventar en Sevilla, ni mucho menos. De hecho, ciudades tan variopintas como Londres, Estocolomo, Roma, Berlín, Oslo, Bergen y Trondheim (Noruega), Singapur, y algunas más ya las vienen implantando desde hace años junto a otras medidas complementarias (entre ellas la apuesta por el transporte público) destinadas a preservar la habitabilidad y conservación de sus cascos históricos y combatir la creciente polución atmosférica.
De hecho, una ciudad como Milán, se vio obligada a cerrar el centro al tráfico por los insoportables niveles de contaminación alcanzados. Los resultados, en casi todos los casos, tardaron en hacerse visibles sólo unos pocos días. Quien quiera puede darse una vuelta por los documentos de la Asociación Internacional del Transporte Público (UITP por sus siglas en inglés) para informarse en profundidad al respecto. A partir de ahí el debate puede ser amplio y profundo.
Lo que no se puede es utilizar el insulto cuando de lo que se trata es de analizar los pros y contras para llegar a conclusiones válidas. La falta de ideas la suplen con barbarismos mentales y dejándose llevar por los más bajos instintos. Y lo peor de todo es, sin duda, la hipocresía ya clásica de que la mayoría de quienes despotrican de manera tan vulgar son los primeros en darse después golpes en el pecho jactándose de su sevillanía sin parangón. Burda ilusión.
Quienes de verdad aman Sevilla son quienes son capaces de asumir las incomodidades necesarias con tal de que no peligre nunca su hálito de eternidad. Lo demás son pamplinas y bravuconadas de salón.