Hubo un tiempo en el que la palabra “proyecto” significaba poco menos que una varita mágica a través de la cual – así se esperaba – se iban a obrar milagros en la vida de las comunidades más pobres. Gracias a estas intervenciones llamadas proyectos, lo mismo salía de la nada una escuela que un pozo de agua... la realidad se transformaba (con la esperanza que fuera para bien) y en esta historia hubo proyectos buenos, regulares y también muy malos. Hubo inversiones escandalosas y grandes dispendios de dinero en iniciativas que nunca tuvieron el apoyo de las comunidades mientras que otros fueron pequeñas victorias en la gran lucha contra la pobreza. Hubo de todo, como en botica.
En estos días, en la tierra Ankole al Suroeste de Uganda, no han hecho falta proyectos de esta índole o apoyos financieros otorgados más o menos arbitrariamente por organizaciones internacionales. En la zona se puede ver una cierta prosperidad. Los niños no están malnutridos y casi todos van a la escuela. Nos saludan con una mezcla de sorpresa y alegría y nos saludan con sonrisas que desarman... ¿qué ha pasado para que la situación en este rincón perdido sea mejor que en muchas otras latitudes del continente africano?
Uno de los factores decisivos para que esto sea así es el hecho que la unión local de cooperativas cafeteras de la tierra Ankole participa desde hace unos 10 años en comercio justo y vende sus productos a través de este sistema. De esta manera, se elimina el beneficio (y los posibles abusos) que hasta ahora disfrutaba el intermediario y por tanto los productores reciben más por sus productos. Aparte de generar riqueza para los hogares de los cafeteros, parte del beneficio de estas transacciones de comercio justo (el llamado premium) revierte en obras sociales cuya finalidad – al contrario de lo que pasaba con los clásicos proyectos de desarrollo – ellos mismos tienen la oportunidad de decidir.
Gracias a este fondo premium que reciben cada año por sus ventas, las cooperativas que hemos visitado han construido casas para los maestros o clases de colegios, han traído agua a los poblados y han reparado carreteras. En una palabra, han hecho más que el gobierno local. Son los miembros de a pie los que han tomado las riendas de su desarrollo y se han puesto manos a la obra para mejorar sus condiciones de vida, sin dependencia alguna ni imposiciones que procedan de fuera. Ellos proponen, discuten y valoran las necesidades más apremiantes de su ambiente e intentan poner medios concretos para solventarlas ¿No es esto a lo que se llama en el argot de desarrollo “empoderamiento”? Si no lo es, para mí queda muy cerca de la esencia de la palabra.
Este sistema es verdadero desarrollo en estado puro y con poca necesidad de proyectos o formalidades añadidas. No hay que hacer malabarismos especiales ni se necesitan varitas mágicas: simplemente jugando con unas reglas de comercio más justas y equitativas, estas comunidades pueden salir adelante y manifiestan su madurez a la hora de reconocer y mitigar sus necesidades ¿se puede pedir algo más? Creo que la tierra Ankole es un microcosmos de lo que podría pasar a nivel mundial si hubiera un orden más justo y equitativo, si por ejemplo el algodón de Burkina Faso pudiera competir mano a mano con el de EE.UU. en igualdad de condiciones y sin que las medidas proteccionistas de ciertos países pusieran trabas para que África pudiera comercializar sus muchos y ricos recursos y pudiera beneficiarse de los mismos. Si eso sucediera, haría falta muchas menos ayudas al desarrollo – quizás ninguna – y otro gallo cantaría para todas estos países que ahora renquean para salir adelante y ser competitivos en los mercados internacionales.
Esto me hace pensar que, en muchos casos, los pobres del mundo no son otra cosa que personas empobrecidas por las circunstancias y las condiciones desiguales en las que tienen que desenvolverse. Más allá de todos los tópicos: el comercio justo, aquí y ahora, me hace creer que otro mundo (más justo, equitativo y humano) es perfectamente posible.