Revista Fútbol americano

EL MILAGRO DE SAN MARQUINHO [ Tercer Lugar en los relatos 2014]

Publicado el 20 diciembre 2016 por Gronedson

CONCURSO DE RELATOS "ALIANZA LIMA CORAZÓN"
Organizado : La Hermandad Aliancista

EL MILAGRO DE SAN MARQUINHO [ Tercer Lugar en los relatos 2014]
EL MILAGRO DE SAN MARQUINHO - Tercer Lugar

"La clava". Esas dos palabras, cargadas de un añejo folclore futbolero, llegaron a mis oídos como si hubiesen sido lanzadas desde otro mundo. Todo lo demás permanecía dentro del cuadro melancólico en el que se había convertido los últimos tiempos la habitación en la que me ubicaba, incluso el televisor de 14 pulgadas que transmitía el devenir de 22 futbolistas sometidos a la pausa obligada por el cobro de un tiro libre. Yo había estado atento al desenlace durante una hora y media, olvidando en ese lapso la preocupación que en mi familia mutó al espantoso sosiego que asoma con la resignación, y recién al cerciorarme de que la frase no había salido de otro mundo, sino que nacía de los labios de mi abuelo, supe de antemano que sería gol.

Eran las 4 y 45 de la tarde del domingo 1 de octubre de 1995. Se disputaba en el Estadio Nacional una edición más del clásico del fútbol peruano, y antes de que el árbitro del encuentro haya sancionado el tiro libre, reinaba un silencio inquebrantable en la habitación. Mi abuelo no había dicho ni media palabra desde hacía tres meses, cuando un simple pero persistente dolor de cabeza se convirtió en un tumor cerebral, y se llevó a Manuela, mi abuela, dejándolo sin la mujer con la que había compartido los últimos 50 años de su existencia.

Mi abuelo tenía un pacto particular con la vida que con los años adapté para mí: si él deseaba con muchas fuerzas algo, lo que hacía era portarse lo mejor posible con el prójimo. De esta manera, me decía, la vida te compensa, y te da lo que estás deseando. Durante toda la etapa que mi abuela estuvo hospitalizada, él, con la esperanza de llevársela de nuevo a casa, mantuvo la entereza sin desesperarse ni derramar una lágrima. En lugar de mostrarse irascible y agotado, aguantó todos los trámites burocráticos -que cuando vienen acompañados de la tragedia son aún más incomprensibles- sin quejas, se dirigió siempre con educación a los médicos, estuvo presto para saludar a los parientes que caían en la clínica y hasta tuvo tiempo de ser amable con sus nietos. Solo yo sabía el porqué de su actitud, pero luego de que mi abuela muriera, rompiéndose inexorablemente el pacto que tenía el abuelo con la vida, todo cambió. Y él, decepcionado, decidió vengarse.
Su venganza consistió en convertirse en un vegetal. No exagero. No solo dejó de recibir alimentos, aceptando apenas pequeñas porciones cuando el hambre o la sed se hacían insostenibles, y dejando en claro con sus pupilas vacías que lo hacía en contra de su voluntad. También dejó de hablar. Dejó de comunicarse. Toda la familia hacía turno para tratar de levantarle el ánimo pero no había caso. Nos esmerábamos en conversarle, en hacerlo reír. Pero él respondía con indiferencia, como si efectivamente se hubiese desconectado de su cuerpo para convertirse en una planta. Su salud se fue deteriorando hasta que el mismo médico que fracasó en su intento de mantener con vida a mi abuela nos dijo que si el asunto continuaba así, el hombre iba a lograr su cometido: matarse.

Si había alguien en la familia que sufría más que el resto por la actitud del abuelo, era yo. Desde que mi padre se alejó de mi madre, cuando yo no había aprendido ni a caminar, mi influencia paterna había quedado a merced de lo poco o mucho que me podían ofrecer en esa materia mi mamá y mi abuela. Mi abuelo, arisco y tajante en sus decisiones, no le perdonaba a mi mamá el haberse metido con mi padre, que no hizo mucho por persuadirlo, valgan verdades, y veía en mí a una connotación de ese error. No tengo recuerdos positivos con él en mis primeros años de vida. Pero todo cambió la tarde en que me invitaron al cumpleaños número seis de un compañero de mi colegio, y ni mi madre ni mi abuela me pudieron llevar.
Mi abuelo y yo estábamos igual de incómodos. Nos puedo vislumbrar perfectamente llegando al evento: sus pasos apurados, mis pasos temerosos; su sonrisa para saludar sin parecer maleducado, mis ganas de llorar; sus deseos porque se acabe todo de una buena vez, mis deseos idénticos. Debíamos esperar, cuanto menos, la cantada del feliz cumpleaños y la repartición de la torta. Esa era la orden dada por el bando femenino de la familia. Y nosotros la acatamos. Pero luego de que se soplaran las velas, ocurrió algo que nos cambió la vida: un tío muy querido del cumpleañero pidió silencio y se acercó al homenajeado mostrándole dos camisetas de fútbol, una crema y una blanquiazul. En una especie de liturgia que con los años he interpretado como la bienvenida al hinchaje, y ante la atenta mirada del público, el tío entusiasta soltó la frase que se caía de madura: "¿Cuál eliges?", y el niño que cumplía años, manipulado por la emoción parcializada de su pariente, se decidió por la crema, desatando la algarabía de la multitud.

Yo no lo podía creer. A los seis años sabía aún muy poco de fútbol, pero asumo que hay cosas que van más allá de los colores o de lo que te puede trasladar la sangre. Hay cosas que simplemente existen porque están destinadas a existir. Entonces, la camiseta blanquiazul me pareció, sin ningún motivo explicable desde la razón, infinitamente más linda que la crema. Mi abuelo lo notó. Y me soltó la pregunta: "¿Cuál hubieses elegido tú?". "La otra", respondí yo. Él sonrió y me tomó dulcemente de la mano, y nos fuimos sin despedirnos de ese lugar, que hacía segundos había estado destilando una alegría totalmente ajena a lo que seríamos a partir de ese instante mi abuelo y yo.

Gracias a Alianza Lima construimos una relación hermosa. A diferencia de muchos de los hinchas de su edad, mi abuelo no vivía aferrado al pasado, y quería con la misma intensidad que supo querer a Manguera Villanueva, Teófilo Cubillas o Perico León, a Waldir Sáenz, Darío Muchotrigo y, cómo no, al brasileño Marquinho. Ambos teníamos una predilección por ese jugador. Desde sus épocas en el Boys, el poder verlo vestido de blanquiazul algún día se había convertido en una tenaz obsesión para nosotros.

Aquel clásico del 1 de octubre de 1995, cuando el árbitro decretó el tiro libre a favor de Alianza, nosotros contábamos con Marquinho, que se disponía a ejecutarlo. Imitando el pacto que tenía mi abuelo con la vida, los días previos yo había sido un pan de Dios con todo el que se me puso al frente, con el único objetivo de que ganemos ese partido. Pero descubrí que a veces la vida te compensa incluso mejor de lo que uno espera, y puede llegar a reivindicar hasta a la misma muerte.

"La clava", dijo mi abuelo con una voz que parecía salida de otro mundo, pero era suya, era la voz que deseaba oír con la fuerza de un millón de clásicos ganados, era la voz que se había hecho extrañar desde la partida de mi abuela. Cuando la pelota besó la red, corrí a abrazarlo, tratando de ser cuidadoso, pero no pude. Era un abrazo milagroso que envolvía mucho más que un gol. Él, con sus pupilas grandes que volvían a comunicar, me respondió de la mejor manera: resucitando.
Autor: Gabriel Francisco Reaño Barriga


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