Revista Cultura y Ocio
Entró, como cada mañana, con la preciosa sonrisa puesta y sus “cristalinos” ojos zarcos chispeantes, buscando entre la gente una cara afable, una “víctima” influenciable a quien conjurar con el embrujo natural de su donaire y la dulzura de su faz de juventud eterna.
Pocos clientes había en “La Alfarería” aquella plácida mañana de Abril. Acababa de despertar la alborada. En unas horas, la taberna de Julián Candelas se convertiría en una atestada “ratonera” de prosélitos de la buena parranda y las populares tapas granadinas.
Yula se acercó a la barra y pidió un café con leche, acompañado de una suculenta y enorme barra de pan tostado con aceite y tomate.
Esperaba al aluvión de turistas que arribaban cada mañana como un torrente humano a través de la calle Zacatín y de la Alcaicería.
Sorbía el café en silencio, saboreando el aroma intenso y tostado, mirando de vez en cuando las imágenes que mutaban en un televisor antiguo que colgaba de unos ganchos en la pared.
Una reportera cenceña de piel trigueña promocionaba con comedido entusiasmo las excelencias del Palacio Episcopal, la iglesia del Sagrario, la Capilla Real…
Inmediatamente se zambulló con mayor encomio y prosopopeya en un análisis “forense” de los entresijos menos conocidos de la ineludible Alhambra. Yula había visto ese reportaje docenas de veces. Estaba grabado… era el eco pertinaz de un momento ya extinguido…
Se sentía satisfecha. En poco menos de dos horas había vendido ya azucenas, rosas blancas y rojas, violetas y claveles en la plaza de Bib-Rambla y en la carrera del Darro.
La figura menuda de Yula pareció de pronto menguada en comparación con la de los fornidos árabes que acababan de entrar en la taberna, de aires taurinos y cultura vernácula.
Les conocía. Eran Omar y Abdul, los propietarios de una tetería preciosa en la calle de Elvira. La saludaron con cortesía. Ella hizo una graciosa reverencia y sonrió con un deje de picardía, meneando al viento su recogida melena corta de color castaño.
Volvió a sentarse y examinó el terreno circundante. Había una mujer fascinante de apariencia escandinava, sentada en una mesa frente a una hermosísima niña delgada y rubísima.
Parecía un boceto dibujado e incrustado a la realidad, como si fuera un recorte exógeno que la mujer hubiera traído consigo desde un universo paralelo.
La mujer, que tendría unos 30 años, la estaba alimentando. La pequeña no hablaba ni mostraba más patrones vitales que la propia silla sobre la que se sentaba. Estaba allí, su cuerpo, engastado sobre la mollar banqueta, pero su alma hacía tiempo que había desaparecido, acaso en compañía del céfiro del norte, rumbo a los mares de Noruega.
La niña no estaba allí realmente… izada en vuelo de gaviotas, partía hacia el limbo del tenebroso autismo.
Yula se aproximó, irresistiblemente atraída por la pequeña y su madre. Disimuladamente se acercaba, inhalando el natural y fragante aroma de unas rosas blancas.
Solveig Greiffin la observó por el rabillo del ojo con velada suspicacia. No hablaba bien el castellano y ya le habían prevenido en la Oficina de Turismo de la incordiosa afluencia de carteristas, rateros y timadores de baja estofa que pululaban como moscardones infectos por los alrededores de la catedral y de la Medina.
-Toma, te la regalo. Y esta otra para tu preciosa niña –Le tendió dos rosas blancas. Yula descubrió enseguida la presencia furtiva del recelo en el rostro ebúrneo de la mujer. Sonrió abiertamente-.
-Es gratis –Se apresuró a informarle, al observar cómo se contraía su rostro, formando un caparazón impenetrable-. Es un regalo para ti y tu hija. No tienes que pagarme nada, ¿entiendes? ¡Cógelas! Estas flores son para ti y tu pequeña, gratis.
En ese momento se sintió como una cotorra averiada, repitiendo todo el tiempo las mismas frases. Se preguntaba si la mujer se habría apercibido de lo absurdo de la repetitiva cantinela.
-¡Ohhhh! Gracias –Exclamó Solveig emocionada por el amable detalle, aunque todavía permaneciera amarrada a los anclajes atávicos de la desconfianza-. Soy agradecida, eres muy amable. No hablo bien tu idioma. Yo soy noruega.
Le costaba encadenar frases y recordar las palabras que había aprendido meses atrás en Mallorca. Su amiga Begoña Torralba le escribía todavía de vez en cuando desde la población de Artá. Le ayudaban mucho esas misivas a aprender nuevo vocabulario y fijarse en la construcción de las frases.
Cogió las flores e inhaló el aroma con fruición. La niña no reaccionó cuando se las ofreció como un presente sagrado traído desde lejanas tierras de oriente.
En su faz, como esculpida por los dioses del arte y el viento, se dibujó una fugaz mueca de desilusión, sin duda la iteración de un momento demasiado conocido que se hubiera replicado durante años, como si fuera el tañido de una campana funesta que entonara una endecha de lamentaciones.
-¿Qué le pasa a tu hija? –Inquirió Yula con franca preocupación. Solveig la contempló con una expresión rayana a la honda pena de María Magdalena. Su rostro se tornó caviloso.
Buscaba las palabras correctas antes de responder. Con la mano derecha, en cuyos dedos rutilaban unos maravillosos anillos de plata engastados con rostros de sirenas y ninfas, apartó unos traviesos cabellos rubios que pendían como lianas de una jungla de oro.
-Ella es enferma y no hace nada sola y yo ayudo en todo. Ella es siempre así callada.
-Lo siento, es tan hermosa…. Hablas muy bien nuestro idioma.
Añadió Yula. Le cogió brevemente las manos. La mujer pareció asustarse por un instante. Seguramente no comprendía esa actitud tan pertinaz por el contacto tan extendida entre los españoles. Las soltó de inmediato. Algo cambió en su expresión. Fue como si la hubiesen liberado de un peso extremadamente gravoso.
-Gracias. Sí es hermosa mi niña –Sus labios rosados esbozaron una leve sonrisa. Su mirada azul se clavó en la pequeña “sombra perdida” que tenía enfrente.
-¿Cómo se llama tu hija?
-Kara –De nuevo esa sonrisa tímida y cortés, iluminando la faz noruega de la abnegada madre de la niña autista. Yula se desprendió de un clavel que llevaba prendido en su recogida cabellera de color castaño y se lo ofreció a Kara.
-¡Hola Kara! Me llamo Yula y me preguntaba si tú querrías ser mi amiga… -Sonaba su voz lastimera. La niña estaba atrapada en un oasis de tinieblas, a miles de kilómetros de distancia, acaso prestando oídos a los gemidos siniestros de un oleaje imaginario.
-¿Sabes una cosa, Kara? –Porfió Yula, que no se daba por vencida. Solveig sonrió feliz ante la perseverancia de la florista-. Deberías aceptar estas flores que te traigo. No te vayas a pensar que son unas flores cualquiera, ¡No, no…! ¡Nada de eso! Estas flores… son mágicas. –Le susurró al oído, acercándose como si fuera una fiel amiga confidente-.
-Ya… ya sé lo que me vas a decir –Continuó con su pantomima-. No te lo crees… Tú crees que las flores mágicas no existen, ¿a que sí?
Yula hacía ademanes faciales divertidísimos, impostando la voz y representando el papel de bufón de la Corte Real.
-Sé que no crees en las flores mágicas… pero eso es porque todavía no conoces a la ninfa Yashinya –Le retó, susurrándole al oído. Se sentó a su lado, dándole un codazo muy leve-. Pues que sepas que si la conocieras, ella te podría contar miles de historias fantásticas sobre las flores mágicas…
Solveig lo estaba pasando en grande. Aunque no entendía muchas de las palabras, valoraba enormemente el esfuerzo que realizaba aquella desconocida, aunque el premio de consolación fuera el silencio sepulcral de Kara.
Yula tomó entre sus manos el rostro “vacío” de la niña. Fue un momento extraño, de tensa “tragicomedia”. Entre las manos, Yula sostenía una testa deshabitada que no emitía una sola onda de energía humana…
-Ahora debo marcharme Kara.
La besó en las mejillas, suaves, carnosas, blanquecinas… Solveig se emocionó ante la maravillosa sensibilidad de aquella mujer que había llegado con regalos para ella y su pequeña.
-Pero cuando te apetezca escuchar las leyendas de la ninfa Yashinya, lo único que debes hacer es esto:
Tomó entre sus manos una de las rosas blancas, aspiró el fresco aroma y pronunció susurrando:
-¡Yashinya! ¡Yashinya! ¿Estás ahí? Cuéntame la leyenda de las flores milagrosas.
Era como hablarle a una pared. El semblante lánguido de aquella princesa de hielo estaba enjaulado en una jungla de bruma.
-Tú gustan los niños. Es maravilloso como hablas a Kara –Interrumpió Solveig, encantada con la improvisada interpretación de la florista-.
-Es una niña preciosa. Espero que se recupere –Yula se levantó, algo incómoda. No sabía cómo debía comportarse, si tal vez hubiera ido demasiado lejos con su natural vena teatral…
-Gracias –Repuso Solveig-.
Yula se marchó tal y como había llegado, meneando ligeramente las caderas, con su rutilante sonrisa puesta.
Släjvar se despertó alterado poco antes de las 3 de la madrugada. Había oído un ruido, como un susurro, procedente del cuarto de Kara. Con un leve roce de sus manos fuertes y grandes despertó a su mujer, Solveig.
Estaba profundamente dormida, pues se había acostado tarde, poco después de las 01:45, poco después de que concluyera el recital de un logradísimo remedo de Elvis Presley en el auditorio del hotel Victoria.
-¿Qué pasa, cariño? ¿Qué ocurre? –Susurró adormilada-
-Me parece que Kara está soñando despierta. Me parecía que hablaba en sueños…
Släjvar bostezó perezosamente. No tenía la menor intención de levantarse para comprobar si su hija estaba bien. Había despertado a Solveig para que fuera ella a comprobarlo… No era la primera vez que hacía algo así…
-Está bien… iré a ver si necesita algo. Quizá haya sido una pesadilla –Refunfuñó, segando los cortinajes del sueño interrumpido. Se puso un liviano camisón blanco, pues dormía siempre medio desnuda, y se dirigió al cuarto de la pequeña Kara.
Desde el pasillo pudo perfectamente escuchar unas palabras. Se le anegaron los ojos de lágrimas, incluso antes de entrar en el dormitorio de la niña. Kara no hablaba, nunca, no hablaba, solo pintaba garabatos de colores, lloraba, gemía o protestaba desatando una tormenta de rabia furiosa e incontrolable cuando se enfadaba…
Accionó el picaporte de la puerta. Allí estaba Kara, arrodillada sobre su camita de ositos naranjas y renos amarillos, sosteniendo entre sus manos blancas y pequeñas una de las rosas blancas que le había regalado la florista.Sus labios, incomprensiblemente, se movían, se movían como no lo habían hecho nunca antes. Kara estaba hablando, absorbiendo el aroma de la rosa, pronunciando una única palabra: ¡Yashinya! ¡Yashinya!
A la mañana siguiente Solveig regresaba dichosa, con lágrimas en los ojos, a “La alfarería”. Tenía que encontrar a la florista, a la mujer que con sus flores había obrado el milagro en la pequeña Kara; la mujer que había logrado que su hija hablara por primera vez desde hacía más de 5 años.