En el que el joven consulta a un pariente rico
Había una vez un joven Brillante que quería hacerse rico. Había sufrido ya una buena cantidad de desilusiones y fracasos, esto no se podía negar, pero, sin embargo, todavía confiaba en su buena suerte.
Mientras aguardaba que la fortuna le sonriera, trabajaba como ayudante de un director de cuentas en una agencia de publicidad de segunda fila. Estaba mal pagado y, desde hacía tiempo, encontraba que su trabajo le ofrecía muy pocas satisfacciones. Y ya había perdido todo entusiasmo.
Soñaba con hacer otra cosa. Tal vez escribir una novela que le hiciera rico y famoso, acabando así, de una vez por todas, con sus problemas financieros. Pero, ¿no era su ambición, digamos, poco realista? ¿Tenía de verdad la técnica suficiente y el talento necesario para escribir un libro que fuera un éxito de ventas, o llenaría las páginas en blanco con las pesimistas reflexiones que le dictaba su amargura?
Su trabajo se había transformado en una pesadilla diaria desde hacía ya más de un año. Apenas si podía soportar al jefe, que se pasaba gran parte de las mañanas leyendo el periódico y escribiendo memorándums antes de desaparecer para ir a disfrutar de un almuerzo de tres horas. Además, su jefe había perfeccionado el arte de cambiar de opinión y no cesaba de dar órdenes contradictorias, algo que no contribuía a mejorar la situación.
Tal vez, si sólo se hubiera tratado de su jefe... pero, desgraciadamente, estaba rodeado de colegas que también estaban hartos de lo que estaban haciendo. Parecían haber abandonado cualquier ambición, haber renunciado por completo a cualquier mejora. No se atrevía a mencionar a ninguno de ellos sus fantasías de abandonarlo todo y convertirse en escritor. Sabía que pensarían que se trataba de una broma. Se encontraba apartado del mundo como si estuviera en un país extranjero y fuera incapaz de hablar el idioma local.
EL MILLONARIO INSTANTANEO
Cada lunes por la mañana, se preguntaba cómo demonios haría para sobrevivir una semana más en la oficina. Se sentía completamente ajeno a las carpetas que se apilaban sobre su escritorio, a las necesidades de sus clientes que clamaban por vender sus cigarrillos, sus coches, sus cervezas...
Seis meses antes, había escrito una carta de dimisión, y había entrado una docena de veces en la oficina del jefe con la carta quemándole en el bolsillo, pero jamás había conseguido reunir el valor necesario para seguir adelante. Resultaba curioso porque, tres o cuatro años antes, no hubiera vacilado ni por un instante. Pero en ese momento no parecía tener claro lo que debía hacer. Algo le estaba reteniendo, una especie de fuerza, ¿o era simplemente cobardía? Parecía haber perdido el valor que, en el pasado, siempre le había permitido conseguir lo que deseaba.
Tal vez el hecho de haber ido dejando transcurrir el tiempo a la espera de que apareciera el momento oportuno, intentando buscar excusas para no pasar a la acción, preguntándose si alguna vez conseguiría triunfar, se había convertido en un perpetuo soñador...
¿Se debía su parálisis al hecho de que estaba cargado de deudas? ¿O era simplemente porque había comenzado a envejecer (un proceso que, inevitablemente, se pone en marcha en el instante en que renuncias a tu visión de futuro)?
A decir verdad, no tenía la menor idea de cuál era el problema. Y entonces un día, en el que se sentía particularmente frustrado, pensó de pronto en un tío suyo que daba la casualidad de que era millonario. Su tío podía, tal vez, estar en condiciones de ofrecerle algún buen consejo o, mejor aún, prestarle un poco de dinero.