Revista Opinión

El misterio de la vida

Publicado el 15 enero 2020 por Carlosgu82

Para explicar la vida se ha acudido al mecanicismo, el organicismo y el vitalismo; paso revista a un representante del mecanicismo y uno del vitalismo. No sé si clasificar a Richard Dawkins como mecanicista u organicista. Defiende un evolucionismo materialista, pero da cierta subjetividad a los genes o al menos eso parece. La exposición más acabada del mecanicismo cartesiano fue expuesta por Stephen Hawking en el capítulo VII de El gran diseño: “Si encontráramos un alienígena, ¿cómo podríamos decir si es solo un robot o tiene una mente propia? El comportamiento de un robot estaría completamente determinado, a diferencia de un ser con libre albedrío. Por lo tanto, podríamos en principio detectar un robot como un ente cuyas acciones pueden ser predichas. Tal como dijimos en el capítulo 2, esto puede ser muy difícil o imposible si el ente es grande y complejo, ya que ni siquiera podemos resolver exactamente las ecuaciones para tres o más partículas en interacción mutua. Dado que un alienígena del tamaño de un humano contendría unos mil billones de billones de partículas, aunque el alienígena fuera un robot sería imposible resolver sus ecuaciones y predecir lo que va a hacer. Por lo tanto, tendríamos que decir que cualquier objeto complejo tiene libre albedrío no como una característica fundamental, sino como una admisión de nuestra incapacidad para llevar a cabo los cálculos que nos permitirían predecir sus acciones”. La comparación entre el humano y el robot no es muy feliz. Hay diferencias fundamentales que Hawking no toma en cuenta. Un robot carece de subjetividad porque carece de conciencia de sus necesidades. Un ser vivo es incompleto, para continuar viviendo debe satisfacer necesidades de oxígeno, comida, sexo… huir de predadores, etc. Nuestros movimientos no se explican por la suma de las partículas que nos componen que, por cierto, estamos cambiando todo el tiempo ya que intercambiamos sustancias con el medio: adquirimos y desechamos hierro, oxígeno, carbono, calcio… Así que una ecuación que explique las interacciones entre los átomos que tengo hoy no explicará igualmente los que tendré mañana. Quizá dejé de respirar oxígeno y esa pequeña diferencia hará que no me mueva más, que mi subjetividad haya desaparecido. Será una pequeña diferencia, porque el número de átomos de mi cadáver y sus interacciones entre sí y con el medio seguirán prácticamente igual. Es la subjetividad la que manda sobre nuestros movimientos, no las partículas que nos forman. Desaparecida esta, dejamos de movernos. Esa subjetividad nos lleva a buscar alimentos, parejas, éxito, prestigio, amor… Estas tres últimas cosas no están formadas por partículas y, sin embargo, las necesitamos y buscamos tanto como el oxígeno, las vitaminas, las proteínas, el calcio y el hierro que nos mantienen vivos. Nuestros movimientos son impredecibles porque no sabemos dónde encontraremos una pareja o al menos alguien que comparta nuestros intereses, un trabajo satisfactorio y tantas cosas más. Tampoco sabremos cuándo alguien nos va a atacar y tendremos que ejecutar movimientos agresivos o de huida. Nuestro ego se alimenta de lo inmaterial, a diferencia del de una máquina. Quizá pelearemos a pesar del miedo, para mantener el prestigio aunque arriesguemos la vida, conflicto que será extraño para un robot. Esa “voluntad de parecer” como llamó el psiquiatra Alfred Adler a nuestro afán de adquirir y mantener prestigio, así como nuestro anhelo de ejecutar obras que sean apreciadas por otros no puede explicarse con base en los movimientos aleatorios de partículas elementales y seguirá existiendo dentro del ámbito de la psicología.

Desechar la subjetividad como fuente de nuestros movimientos es un error de Hawking. Multiplicarla es el error del otro célebre ateo del siglo XX, Richard Dawkins. En El gen egoísta, el científico reduce a los seres vivos a meras máquinas de supervivencia para genes. Dawkins dice que el título del libro es poco afortunado y que si lo reescribiera lo llamaría El gen inmortal. Claro que es poco afortunado, porque está atribuyendo una cualidad humana, el egoísmo, a un gen. A veces proyectamos características como maldad o egoísmo a las células cancerígenas. Igualmente, creemos que el cigoto y el embrión ya tienen subjetividad. ¿La tendrán? ¿Cada una de mis células y mis órganos tendrá cierto grado de subjetividad subordinada a mi yo principal y se conservará después de mi muerte? Es el tema de cuentos de terror como La mano desollada de Guy de Maupassant: la mano de un asesino, cortada de su cadáver, continúa matando. Quizá el corazón que me han trasplantado conserve algo de la personalidad y memoria del donante muerto, pues posee neuronas de aquel. Con Hawking no me muero porque no tengo un yo que fallezca: con Dawkins, mis inmortales genes siguen viviendo en otros y en mi cadáver, aunque sea por un tiempo.

Si las explicaciones de los dos grandes ateos del siglo XX no me han dejado satisfecho pues uno borra al yo y sus necesidades psicológicas propias y el otro multiplica los yos, no me queda más que acudir al filósofo católico por excelencia: santo Tomás de Aquino. Para este, Dios creó mi alma y me la infundió cuando era un embrión. Esta alma es principio de vida: da crecimiento, sensibilidad y movimiento a mi cuerpo, así como su organización propia. También me dio razón y voluntad. Todo eso suena muy bien pero mi subjetividad es básicamente razón, voluntad y las sensaciones que provienen de mi cuerpo y de fuera de él. El alma no necesita dar vida a cigotos o embriones. Estos son el resultado de la unión de células vivas. Tampoco da crecimiento, organización o reproducción, cualidades que aparecen como resultado del desenvolvimiento de un programa inscrito en mis genes, programa parecido al de cualquier otro animal, supuestamente sin alma. Ojalá nuestra alma fuera principio organizador de nuestro cuerpo. Nos habríamos organizado sin defectos o corregiríamos constantemente los que tenemos. No habría explicación del porqué esa alma abandona el cuerpo cuando este ha sufrido una enfermedad o un infarto, pues si lo ha organizado y dado vida debería seguir dándosela. Esa pregunta se la hicieron a un tomista y contestó que era un alma caída que, así como había perdido su dominio sobre las pasiones por un pecado original, también perdió la capacidad de dar inmortalidad corporal. La explicación no es convincente y el vitalismo tomista, así como los más modernos de Bergson y Teilhard de Chardin, tampoco resuelven mis dudas sobre la vida.


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