Revista Opinión

El mito de la clase media chilena

Publicado el 12 marzo 2010 por Jaque Al Neoliberalismo
Ignacio Briones, Poder360°
Cerca de dos tercios de las personas pertenecientes al 5% de mayores ingresos se autodenomina de clase media. Y, por increíble que parezca, lo propio hace casi la mitad de las personas del 1% más privilegiado.
Referirse a la llamada clase media se ha transformado en un lugar común en el discurso político. Nada que deba sorprendernos demasiado. Apelar a la clase media es una forma de buscar al votante mediano. Una vieja estrategia que cobra doble sentido en un sistema electoral como el chileno. El problema surge cuando el concepto comienza a vaciarse de contenido, invocando realidades que sólo parecen habitar en la imaginación de nuestros dirigentes. Esto puede tener consecuencias no menores en el diseño de políticas públicas.
Cierto es que la definición precisa de clase media no es unívoca. Si sólo pensamos en ingresos, ¿estamos hablando de hogares que ganan cerca del promedio? ¿De aquellos en las inmediaciones de la mediana (el ingreso de la familia del percentil 50)? Menos dudas debiera haber sobre lo que no es clase media. Ciertamente no lo son las familias pertenecientes al 20% más pobre. Y, con la misma vara, tampoco debiéramos considerar como tales a las del 20% más rico.

Si al leer este artículo usted tiene la inquietud, ponga atención a las siguientes cifras. Si su hogar (usted, su señora e hijos, en caso que trabajen) tiene un ingreso promedio mensual superior a $1.300.000, entonces pertenece al 10% de mayores ingresos laborales de Chile. Si es superior a $675.000, está en el top 25%. Los hogares del 5% más acomodado tienen ingresos promedio del orden de $2.000.000, mientras que el 1% más aventajado supera los $4.500.000 al mes. La media para Chile es de $600.000 y la mediana cercana a $350.000.
Como no todo es dinero, algunos datos educacionales nos entregan pistas complementarias sobre lo que no es clase media. Según la encuesta Casen, sólo un 7% de los adultos tiene un título universitario y apenas un 4,9% de los jefes de hogar proviene de una familia cuyo padre asistió a la universidad. Corolario: si usted es profesional o su padre lo era, usted está en el grupo de los privilegiados y muy probablemente no cae en la categoría de clase media.
Todas estas cifras son oficiales. Provienen de la encuesta Casen 2006 (variables monetarias ajustadas por IPC a diciembre de 2009). Y si bien se trata de información pública, este tipo de datos bien merecerían ser refrescados a diario en los titulares de prensa. Evitaría confusiones y malos diagnósticos. Porque confusión parece haber, y de la grande. Particularmente entre quienes están más cerca de la toma de decisiones.
En un interesante trabajo, el economista de la Universidad de Chile Javier Núñez, muestra que la percepción de la elite respecto a lo que representa ser de clase media está fuera de foco. Cerca de dos tercios de las personas pertenecientes al 5% de mayores ingresos se autodenomina de clase media. Y, por increíble que parezca, lo propio hace casi la mitad de las personas del 1% más privilegiado. No sorprende entonces que el 10% de mayores ingresos considere que el ingreso promedio en el país es más del doble de lo que realmente es.
Muchos de nuestros parlamentarios no están ajenos a esta confusión. Autodenominarse de clase media es la norma. Qué importa que sólo por dietas estén en el 1% más aventajado. Como olvidar a un senador que se vanagloriaba de su título de clase media: siempre había vivido en Ñuñoa. Nada más alejado de la realidad. Con un promedio por hogar de $1.400.000 al mes, el ingreso de Ñuñoa es 2,3 veces mayor al promedio nacional y sitúa holgadamente a sus habitantes dentro del 10% más rico del país. Si de referentes comunales de la clase media se trata, Pudahuel es un mejor ejemplo.
Esta suerte de disonancia cognoscitiva puede resultar particularmente grave cuando se diseñan políticas públicas. Y es que malos diagnósticos llevan siempre a malas políticas.
Considérese la reciente polémica sobre el alza del impuesto a la bencina cuya baja transitoria se había decretado el año pasado. La teoría económica es clara en señalar que se trata de un impuesto eficiente dadas las externalidades negativas asociadas. La preocupación de buena parte de nuestros parlamentarios, de todos los colores, es naturalmente otra: se trataría de un gran atentado a la clase media. Por cierto, la propia.
En un excelente estudio presentado en el primer encuentro anual de la Sociedad Chilena de Políticas Públicas organizado por la Universidad Adolfo Ibáñez, los economistas Claudio Agostini y Johanna Jiménez derriban este mito. Demuestran que el citado impuesto es progresivo y concluyen que “no es posible afirmar que la reducción del impuesto a los combustibles beneficiaría en mayor proporción a la clase media”. La intuición del resultado no debiera extrañar si uno se diera el trabajo de mirar los datos básicos. Por ejemplo, sobre tenencia de automóviles, por lejos la principal fuente de consumo de bencina. Según la misma Casen, en Chile el 75% de los hogares no tiene auto y apenas un 3% tiene más de un vehículo particular.
La confusión sobre la clase media no parece ser algo nuevo. Los errores de política que pueden surgir tampoco. Tomemos el caso de la educación superior gratuita a mediados del siglo pasado. Esa que tantas añoranzas todavía despierta en muchos ya que, según se argumenta, “permitió que la clase media accediera a la universidad”.
En una investigación en curso documentamos que la educación universitaria llegó a consumir hasta un 25% de todo el presupuesto público de educación pese a que sólo atendía al selecto 1% de los educandos de Chile. Este error de foco implicó subsidiar a quienes, en su mayoría, no eran de clase media. Se privó así a la educación secundaria, a la que sí aspiraba la clase media, de los necesarios recursos para expandir una cobertura que estaba por debajo del 30%. Con ello se retrasó significativamente la acumulación de capital humano en el país.
En sus recomendaciones al príncipe para el buen gobernar, Nicolás Maquiavelo reivindicaba lúcidamente el principio de realismo advirtiéndole que “muchos han visto en su imaginación repúblicas y principados que jamás existieron en la realidad”. Un consejo que, cinco siglos más tarde, sigue plenamente vigente para evitar errores de diagnóstico y malas políticas públicas. Y si de combatir espejismos se trata, no hay mejor antídoto que los datos objetivos. Un paso en esa dirección es dotar al Congreso de un verdadero departamento de estudios de alto nivel técnico que asesore la labor parlamentaria. No se trata de que emita opiniones, pero sí que genere esos titulares con los datos duros que debieran estar fuera de discusión.
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Ignacio Briones es profesor de la Escuela de Gobierno de la U. Adolfo Ibáñez
Una mirada no convencional al neoliberalismo y la globalización

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