Revista Opinión
La ciudadanía del siglo XXI demanda una necesidad esencial para la construcción de su identidad: el sentimiento de pertenencia. Que sepamos, hasta ahora, el capitalismo era la mejor opción para que el individuo se integrara, sintiéndose parte de objetivos, valores y creencias compartidas. Sin embargo, el desarrollo del capitalismo ha conducido a una serie de mecanismos perversos que alejan al ciudadano de la posibilidad de esta integración social. La internacionalización de lo público, la taxonomización de la vida laboral, la atomización del ciudadano, convertido en un individuo aislado, en un mero ítem estadístico; en definitiva, la globalización de todos los ámbitos de la vida social ha conducido a un deseo ciudadano de volver a formar parte de un proyecto más allá de su propia vida cotidiana. El vehículo que canaliza de manera más eficaz esta necesidad de pertenencia es la red. El éxito de las redes sociales no es un fenómeno aislado del contexto sociopolítico en el que se inserta.Las instituciones tradicionales que ligaban al individuo con la comunidad están desde hace años en un claro descrédito social. La Política, la Justicia, la Educación, carecen cada vez más de legitimidad ante la ciudadanía. Poco a poco, el interés por lo público se desplaza hacia el frondoso espacio de la red. Por poner un ejemplo relevante, el ciudadano contemporáneo viene a ser hoy un votante post-ideológico; los partidos políticos cada vez representan menos las demandas reales de la ciudadanía, desplazando la acción política (en el sentido griego del término) hacia formas de organización social más directas y alejadas de los cauces reglamentados. El origen no debemos buscarlo en la crisis económica; ésta no ha hecho sido acrecentar la grieta entre el poder político y la ciudadanía. La Sociedad de Bienestar, además de favorecer la calidad de vida de la mayoría, también ha generado pasividad y relajación en el tejido social. Como estábamos comidos y servidos, creíamos que el contrato con los gobernantes debía mantenerse sobre la base del sostenimiento de ese bienestar, dejando hacer y deshacer a los políticos, siempre y cuando mantuvieran nuestro estatus económico. La ciudadanía ha actuado como borregos amamantados a fuego lento, y la crisis ha operado como tardío despertador, revelando que no solo el sistema político, sino también nuestra pusilanimidad ha contribuido a la situación en la que nos encontramos. El Estado venía a ser como el padre amantísimo que da a sus hijos todo lo que piden, más allá incluso de lo razonable, debilitando su resiliencia; cuando papá no puede darte lo que pides, pataleas, perplejo e indignado, y exiges la restitución de los beneficios históricos de los que disfrutaste desde décadas. Pero ya es tarde; papá no tiene dinero con el que mantener el tren de vida de sus hijos, y éstos se sienten estafados, retirándoles su confianza. Estamos hablando, por supuesto, de la clase media.Las nuevas generaciones de votantes están cada vez más desideologizadas. Entienden el pacto con los gobernantes no solo como un proyecto político compartido, como la ejecución de ciertos valores sociales. Zapatero fue, en este sentido, un defensor de este modelo de Estado, garantista de derechos; y la ciudadanía aplaudió su esfuerzo. Pero no era suficiente. La ciudadanía demanda de la clase política, sobre todo, capacidad de gestionar la vida pública con eficacia. El político ha pasado de ser un referente público de valores compartidos, a convertirse en un técnico, un ejecutor de procedimientos y acciones políticas que puedan ser empíricamente evaluables, y al que debemos restar nuestro crédito en el caso de no pasar ciertas pruebas de refutabilidad.De la España bifronte, anclada en el bipartidismo atávico post-franquista, vamos pasando poco a poco a una democracia tecnocrática y demagógica, en la que gana el partido que más caramelos regala. Aunque parezca que quienes más han contribuido al fortalecimiento de esta actitud ciudadana han sido los conservadores, la izquierda también ha puesto su grano de arena, entendiendo el Estado de Bienestar como una tierra prometida, repleta de ambrosías, a bajo coste y sin contraprestaciones. A esto hay que sumar el hecho de que los partidos políticos se han convertido poco a poco en máquinas autónomas, ajenas a las demandas ciudadanas. La participación social y la democratización interna de los partidos se ha visto desde la izquierda como un discurso aparentemente deseable, pero en realidad contrario a los intereses unidireccionales del aparato ideológico. Interesa una democracia maquillada, sostenible dentro de la agenda estratégica del partido, pero no real, no alimentada desde abajo, desde la acción política local y los intereses específicos del ciudadano de a pie. Esto ha generado una desafección creciente por parte del potencial votante, que busca en otros foros de opinión un fuelle que satisfaga sus deseos y necesidades. La red se ha convertido en un eficaz mecanismo de descompresión de la indignación ciudadana. En el ciberespacio nos sentimos libres para hablar, compartir ideas, desfogar indignaciones, alimentar nuestra necesidad de ser parte de un todo. La red opera a modo de gran máquina psicoanalítica. Pero no es en la red desde donde se gestionan los asuntos públicos, donde se toman las verdaderas decisiones que afectan a nuestras vidas. La red genera una falsa sensación de libertad y poder. Esto recrea una ilusión de democracia que no hace sino reproducir el viejo esquema de representatividad política. Mientras la ciudadanía despotrica en las redes sociales, otros gobiernan el mundo a su pesar.Además, existe la ingenua impresión de que la red es un espacio sin injerencias políticas o económicas. Quizá esto fuera verdad hace unos años, pero hoy las redes sociales empiezan a ser un campo de experimentación fértil para partidos políticos y empresas, que hacen todo lo posible por redirigir los trending topics diarios hacia sus necesidades, o aprovechar esas tendencias para rediseñar sus ofertas. Existen gate-keepers (porteros) contratados para modular la información en la red al servicio de intereses privados. El portero digital decide qué palabras, ideas y discursos (bucles de retroalimentación) deben filtrarse y reproducirse viralmente. Este conductismo ciberpolítico era ya una realidad desde hace años en EE.UU., y se está expandiendo con rapidez en Europa. La red es el nuevo templo desde el que se expande una religión politeísta en la que a través de una falsa libertad de expresión se vigila, discrimina y redirige el flujo de opiniones. La transparencia en la red es precisamente la mayor ventaja que poseen los poderes fácticos para utilizar a libre albedrío la información.Los partidos políticos, aunque tarde, se han puesto las pilas y han empezado a ver en la red un espacio privilegiado para recuperar parte del crédito perdido. Pero no deja de ser una mera estrategia instrumental. No seamos ingenuos; el discurso biempensante, tan extendido últimamente, según el cual la red es el nuevo medio que tienen los ciudadanos para llegar a sus políticos y hacer llegar sus demandas de manera directa y eficaz, es un ejercicio más de despotismo ilustrado. Internet posee una capacidad eficaz de canalizar la frustración ciudadana por vías pacíficas, de desahogar la acumulación de energía negativa a través del diálogo. Existen en los países occidentales grupos virtuales, de organización celular, que aprovechan la red para distribuir sus soflamas anti-sistema, pero no deja de ser un fenómeno residual, que se alimenta de la indignación, el desconcierto y la desideologización ciudadana, pero que acaba siendo fagocitado por su propio extremismo y maniqueísmo discursivos. Esta minoría opera, desde un punto de vista psicoanalítico, como resorte para la justificación de la pasividad del resto de la ciudadanía. Desde casa, sin movernos del sillón, podemos despotricar contra todo y todos, aliviando nuestra úlcera. Pero fuera nada ha cambiado.Ramón Besonías Román