El fin del mito Occidental consiste en la evasión de las responsabilidades de una persona, grupo de personas o empresas, atribuyendo toda la culpabilidad a otro grupo de personas o sociedades que nada tienen que ver con lo acontecido. Es decir, cuando se dice que la culpa de la crisis es de los bancos, alguien muy inteligente y con cierta superioridad intelectual intentará refutar tus argumentos diciendo que esa técnica está anticuada. Pensativo, comienzas a indagar qué tipo de técnica utilizas y atrevido, preguntas al maestro por esa técnica que tanto desprecia. El sabio y refinado maestro te dirá que culpar a los demás de tus desgracias es una técnica antigua para evadir tus responsabilidades. En definitiva, culpar a los bancos de la crisis es querer evadir mi responsabilidad sobre la misma. Pero, ¿cuál es mi responsabilidad? Nuestro maestro, que puede encontrarse fácilmente en la televisión, prensa, radio o Internet, nos resolverá el problema mediante la conocida fórmula "vivir por encima de tus posibilidades".
El mito Occidental no soló se centra en la cuestión de la crisis sino que se expande sobre cualquier otro ámbito de la realidad humana. El hecho de que a la periferia europea le hayan puesto el collarín canino para ser paseada por la "Calle de la Vergüenza", no tiene nada que ver, según el mito, con las políticas de la Troika, los intereses bancarios de Alemania o de EE.UU. Sin embargo, tampoco es mi pretensión olvidarme de los protagonistas españoles como políticos, empresarios y banqueros, tan culpables como el resto del mundo y tan sinvergüenzas como los primeros por crear esta horrible y desproporcionada situación. Una cosa es señalar a los auténticos culpables de la crisis que no entienden de fronteras y otra bien distinta es que los ciudadanos deban asumir la responsabilidad por algo que "ni pinchan ni cortan".
Pero la cosa no acaba aquí. El mito Occidental también se expande en el ámbito de la guerra. Llevar la democracia a los pueblos que son "sumamente inferiores a nosotros" no es culpa de los que la portan sino de los que la reciben. Dicho en otras palabras, la culpa reside en aquellos pueblos que no viven en la democracia deseada por Occidente, siendo unos irrespetuosos y arrogantes por reivindicar el derecho a la autodeterminación. La hipocresía también se expande de forma cínica en cualquier ámbito humano, como por ejemplo, motivar la guerra asegurando la existencia de armas de destrucción masiva para exterminar a un pueblo, expoliar sus recursos y manchar su dignidad para que, finalmente, después de haber invadido el país y torturadas sus gentes, nieguen dicha existencia amenazadora. La culpa aquí, según el mito, no es de los invasores por mentir, robar, asesinar e invadir pueblos en nombre de la democracia sino de aquellos invadidos y aniquilados por no haber ganado la guerra.
Se puede percibir perfectamente que el mito surge de la visión mundana del más fuerte. El hecho de haber ganado una guerra parece ser que otorga ciertos derechos para establecer la moralidad y la verdad que te de la gana. Si en Iraq había armas de destrucción masiva y ahora no, entonces para justificar la guerra, contaremos el mito de que todos los afganos e iraquíes eran unos radicales terroristas que necesitaban la luz imperial de nuestras sagradas democracias. Sin embargo, ¿cómo influye aquí el mito? Muy fácil, a través de los gurús y sabios maestros o lo que es lo mismo, periodistas e intelectuales mediocres por voluntad y corruptos por necesidad. Esta gentuza nos dirá que la culpa no es nuestra por invadir un país sino suya por ser el eje del mal, como si esto fuera un manga japonés o la mismísima saga de Star Wars. El vencido es el culpable y por eso el obrero, el ciudadano y el pobre, es decir, los vencidos de la crisis deben asumir sus responsabilidades pagando por sus pecados a través de los recortes sociales. (Y por crisis me refiero a una guerra de clases y que, como en todas las guerras, los vencedores imponen condiciones a los vencidos que deberán pagar religiosamente).
En otros ámbitos también opera el mito como por ejemplo en la educación, la sanidad o justicia pública. El mito viene a contarnos que no podemos culpar al político de los recortes sino a la mala gestión pública de dichas instituciones. Una gestión que, irónicamente, han sido realizadas por ellos mismos. Instituciones en minoría de edad que necesitan ser tuteladas por las empresas privadas, presentándose éstas, claro está, como los padres y tutores de la democracia que, velarán por el interés general y público durante los perniciosos costes pero, ¡vaya, qué casualidad!, ejercerán su carácter privado durante los jugosos beneficios. Sin embargo, aquí no sólo se juega el futuro de dichas instituciones, sino que también está en juego nuestra propia mentalidad como ciudadanos corriendo el riesgo de acabar aceptando el mito como la verdadera realidad. Un mito creado desde las altas esferas del poder por y para el rico burgués y que acaba, tristemente defendido por el pobre obrero que no puede acceder a la educación universitaria.
La gravedad del problema no reside en la estafa que el mito representa en sí mismo sino en su poderosa influencia sobre las sociedades. Acabamos pensando definitivamente que el mito impuesto por el capitalismo devorador, avivado por la corrupción política y difundido por los maestros y gurús en los medios de comunicación, es la mismísima realidad que, a su vez, distorsiona la percepción de los ciudadanos en la búsqueda de la verdad y la justicia.
Por último, cabe decir que el sistema de mitos no es para nada algo nuevo. El legendario mito que ha pesado muchísimo en la tradición judeo-cristiana de las sociedades occidentales tiene nombre y apellido: pecado original. Un mito milenario que a día de hoy sigue construyendo cárceles sobre las mentes de las personas libres y que, gracias a eso, la institución religiosa sigue manteniéndose en el poder. Las metáforas son poderosas armas capaces de levantar revoluciones o crear sociedades de esclavos. Por este motivo, es preciso tener siempre los ojos bien abiertos si no queremos ser engañados por las malas intenciones que, paulatinamente, se van transformando en poderosas armas capaces de arrasar toda rebeldía posible que surja del pensamiento crítico.